Porque aquel que ha dejado tras sí la primera puerta del espanto, es rodeado por el vestíbulo de un nuevo y mayor ignoto, rodeado y prisionero de una nueva conciencia, que le coloca de nuevo en su propio acontecer, en la propia ley; dispensado de la ley del retorno, liberado del decurso saturnal, liberado de la impaciencia de su escucha, se yergue de nuevo, crece en vertical, se vuelve a hallar a sí mismo, y su barca ya sólo se desliza con los remos recogidos, quedamente y sin esperar ya nada en el tiempo otorgado, como si fuera inminente el desembarco, el desembarco en la orilla dispensada del azar de la última realidad:

porque aquel que ha dejado tras sí la primera puerta del espanto,

ha entrado en el vestíbulo de la realidad,

porque su conocimiento, descubriéndose a sí mismo y como por primera vez

dirigido sobre sí mismo,

comienza a comprender lo necesario en el todo, lo necesario de todo acontecer

como lo necesario de su propia alma;

porque aquel a quien esto acontece,

es que ha accedido la unidad del ser,

al puro ahora, común al universo y al hombre,

posesión la más íntima de su alma,

que la mantiene en alto, cerniéndose sobre la necesidad,

cerniéndose sobre el abismo de la nada, amenazadoramente abierto,

cerniéndose sobre la ceguera del hombre;

pues ha accedido al ahora eterno de la pregunta,

al eterno ahora de una docta ignorancia, a la divina presciencia del hombre,

ignorancia porque pregunta y debe preguntar, docta porque precede a toda pregunta,

divinamente concedido al hombre y sólo a él desde el principio

como su más íntima necesidad humana,

por la cual

ha de preguntar siempre de nuevo al conocimiento y siempre de nuevo es preguntado por él,

temiendo la respuesta el hombre, temiendo la respuesta el conocimiento

ligado el hombre al conocimiento, ligado el conocimiento a la humanidad,

ambos unidos entre sí y temiendo la respuesta,

dominados por la divina realidad de la presciencia,

por la inmensa realidad de la pregunta sapiente, que jamás puede alcanzar

ninguna terrenal respuesta, ninguna verdad del conocimiento terrenal

y a pesar de ello sólo aquí,

en lo terrenal, puede ser contestada, debe ser contestada,

realizada en lo terrenal

como el juego alterno de la doble configuración del mundo,

realidad convertida en verdad, verdad en realidad,

según el mandamiento a que está sometida el alma,

su necesidad;

porque el alma tensa en la pregunta

ha accedido a la salvación de la verdad, que

por orden del conocimiento, por orden de la pregunta, por orden de la configuración,

tensa entre la seguridad del saber y la capacidad de conocer,

busca la realidad,

y de esta manera

llamada por el saber originario, llamada por esta docta pregunta,

que sabe de la consecuencia con que el ser funda la unidad,

llamada por eso al saber nacido del conocimiento, llamada a su realización,

llamada al conocimiento de la ley, de la ley despojada del azar,

el alma se encuentra en constante partida,

dispuesta a partir y partiendo hacia su propia esencia, a su condición de creatura y más que creatura,

por ambas partes despojada del azar en el conocimiento de la ley,

unidos en la misma esfera su punto de partida y su meta,

haciendo humano al hombre; pues el hombre se halla abocado

al docto fondo cognitivo de su alma

al fondo cognitivo

de su obra y de su búsqueda, de su voluntad y de su pensamiento, de su ensoñación,

y se halla abierto a la infinita consecuencia en lo real, a este más abarcante y más poderoso

símbolo suave y férreo, el más veraz, de la realidad de sí mismo,

a donde quiere volver y vuelve

para siempre jamás,

abocado al ahora de su propio símbolo,

para que se le vuelva permanente realidad;

pues el hombre se halla abocado

al pese a todo que encierra su movimiento,

al pese a todo del encarcelado,

al pese a todo de su inextinguible libertad

y de su inextinguible voluntad de conocimiento,

tan indomable

que el hombre se torna más grande que su insuficiencia terrena,

superándose a sí mismo

en el titánico pese a todo de la humanidad;

en verdad, el hombre está abocado a su misión de conocer,

y nada puede alejarle de ella,

ni la misma inevitabilidad del error,

azar insignificante ante

una tarea superior al azar;

pues por mucho que el hombre se halle retenido en la cárcel de su terrena insuficiencia -y justamente uno que clavado al antepecho de la ventana, lucha fatigosamente por respirar, como un enfermo, como un señalado por la muerte-, y por más que esté destinado al desengaño, expuesto a cualquier desengaño en las pequeñas cosas y en las grandes, inútil cualquier esfuerzo, infructuoso en el pasado, sin esperanza en el futuro, y por más que le haya impelido hacia adelante el desengaño, de impaciencia en impaciencia, de inquietud en inquietud, huyendo de la muerte, buscando la muerte, buscando la obra, huyendo de la obra, perseguido y amando y una vez más perseguido, llevado por el destino de un conocimiento a otro, echado de la vida antaño hogareña de un simple crear y empujado a la multiplicidad de todos los saberes y empujado más allá hacia la poesía y empujado a la investigación de la antigua y más oculta sabiduría, impaciente de conocimiento, impaciente de verdad, y de nuevo rechazado hacia la poesía, como si ésta pudiera emparentarse con la muerte para un último cumplimiento de la realidad -oh, desengaño también esto, esto también la mala senda-; oh, por más que todo esto debiera valer como pura mala senda, y sí, era y es mera mala senda, apenas el inicio de un primer paso y ya fallido antes de iniciado; oh, por mucho que toda esta vida se muestre ahora fracasada y esté fracasada, perdida en lo inalcanzable desde el principio, condenada al fracaso para siempre jamás, porque nada puede nunca atravesar la maleza, porque lo mortal' nunca escapa a la espesura, porque en su inmóvil vagar sin avanzar abocado a la desesperación y al azar, sigue preso de todos los espantos del error; oh, pese a eso y pese a todo, nada ha ocurrido sin necesidad, nada, porque lo necesario del alma humana, porque lo necesario de la tarea humana supera todo acontecer y aun el fracaso, aun el error;

y es que solamente en el error, sólo por el error,

al que se halla inexorablemente abocado,

se convierte el hombre en el buscador

que es,

hombre que busca;

y es que el hombre necesita del conocimiento de la caducidad,

tiene que asumir su espanto, el espanto de todo error

y, conociéndolo, beberlo hasta las heces; tiene que reflexionar el espanto

no para torturarse, pero sí

porque sólo en esa reflexión

puede superarse el terror,

porque sólo después es posible

llegar al ser

a través de la córnea puerta del terror;

por eso el hombre se halla abocado al espacio de toda inseguridad,

como si ya ninguna nave le llevara,

aunque flote en oscilante barca;

por eso se halla abocado a los espacios y más espacios de su introspección,

a los espacios de su yo introspectivo,

destino del alma humana;

mas aquél detrás del cual

se han cerrado los pesados batientes del terror,

ha alcanzado el atrio de la realidad, y

lo que fluye desconocido, sobre lo cual se desliza fluctuando,

el no conocimiento, se vuelve para él cimiento del saber,

porque es el crecimiento fluyente de su alma,

lo inacabablemente inacabado de sí mismo,

que sin embargo se desarrolla como unidad,

apenas el yo se cerciora de sí mismo,

percibida, imperecederamente grabado su crecimiento,

la fluida unidad del todo, vista por él

en una simultaneidad cuyo ahora

hace uno solo de todos los espacios a que se halla abocado,

uno y único espacio originario,

e igual a éste

que guarda en su seno al yo, para ser mantenido sin embargo por el yo,

es abarcado por el alma y sin embargo rodea al alma,

descansando en el tiempo y determinando las edades,

sometido a la ley del conocimiento y creando el conocimiento,

también flotando en su fluido crecimiento,

también flotando en el fluido crecimiento de su génesis único

origen de la realidad,

tan grande en su trascendencia la mutua irradiación de lo interior y lo exterior,

que el fluctuar y el ser detenido, la liberación y el encarcelamiento

confluyen en una indistinguible transparencia común,

oh, tan imperecederamente necesario,

oh, tan transparente sobre todas las masas,

que en la cerrada esfera superior,

que sólo alcanza la mirada, sólo alcanza el tiempo, en ambos conocido,

reflejado en ambos, reflejado en el abierto

rostro humano dirigido al cielo por suave y férrea mano, envuelto en destino,

envuelto en estrellas,

resplandece el don prometido de la no caducidad,

liberado del azar el tiempo donado para siempre,

abierto al conocimiento el consuelo en lo terreno…, y consoladoras se unían en la senda de la luna las esferas, unidas para siempre entre sí las esferas celestes y terrenas, consoladoras como el aliento que ha de volver al pecho desde el universo bañado por la luna, consoladoras anunciando que nada ha sido en vano, que lo hecho en pos del conocimiento no ha sido en vano, y gracias a su necesidad no pudo ser en vano. Esperanza en lo inacabado e inacabable, y además, muy tímidamente, la esperanza de poder terminar la Eneida. Eco resonante de la promesa en lo terreno, lleno de esperanza, animando la confianza terrenal; el mortal está dispuesto a recibir, rodeado por el ser terreno.

Consuelo y confianza, el consuelo que no había sido en vano, aunque no se hubiese abierto la cristalina cubierta de los misterios celestes, aunque ninguna imagen hubiese aparecido allí y menos todavía un último símbolo; el ojo de la noche había quedado velado, intacto en cambio el suyo, y seguían sin unirse las zonas de lo inconmensurable en el mero reflejo y contra-reflejo, sólo mental, creada por la mirada, seguía siendo la unidad en que se dejaban articular las inconmensurables separaciones del arriba y el abajo, seguía detenido en el mero atrio de la realidad, seguía abocado al mero espacio de la pregunta terrena, a su ahora, vedada la plena realidad de la última unidad, y pese a todo era consuelo y confianza. El fresco polvo de la luz lunar recorría el calor de la noche, lo impregnaba sin aliviarlo, sin poder comunicársele, eco ciegamente fresco del brillo del pétreo cielo, pintado en la cálida oscuridad. Oh confianza del hombre que sabe que nada ha ocurrido en vano, que nada ocurre en vano, aunque sólo haya desengaño y ninguna senda conduzca fuera de la espesura; oh confianza que sabe que aun allí donde la decisión cae del lado de la desventura, ha crecido el conocimiento de lo vivido, que el aumento de conocimiento en el mundo queda, que queda en él el eco claro y fresco de la consecuencia que puede llegar a conseguir la acción terrena del hombre, tantas veces cuantas siga a su necesidad inteligente y alcance a iluminar precisamente la terrenalidad y su sueño de rebaños. Oh confianza llena de certeza, no irradiada del cielo sino nacida en el alma humana, terrenalmente, gracias al deber de conocimiento que le ha sido impuesto… ¿no ocurrirá pues tan terrenalmente también el cumplimiento de esa confianza, en cuanto es posible que se cumpla? Lo necesario se cumple siempre en lo simplemente terreno; el torrencial ciclo de la pregunta sólo puede encontrar su punto final en lo terreno, y aunque la tarea de conocer llegue muy a menudo hasta lo supraterreno, y aunque le sea impuesta la unión de las esferas separadas del todo, no hay ninguna misión legítima sin punto terreno de partida, ninguna que no esté arraigada en lo terreno con las posibilidades de su solución. Disipado por la luna, fugaz de luna, yacía ahora el mundo terreno desplegado ante él; lo humano se había retirado bajo sí mismo, refugiado en el sueño, protegido en las casas sacias de sueño, hundido bajo sí mismo, separado de las estrellas hundidas en lo alto y la calma del mundo era doble abandono entre la zona superior y la inferior; ninguna voz interrumpía la calma sin aliento, nada se percibía fuera del quedo crepitar, ascendente y descendente, de los fuegos de guardia y del aburrido, pesado paso de los centinelas que patrullaban a lo largo del muro exterior, acercándose en su senda para luego perderse; pero si se escuchaba mejor, era como si oscilara también aquí un ligero eco de algún sitio indefinido, un acompañamiento, apenas ya resonancia, apenas ya quebrado, simplemente pulverizado, pero de nuevo quebrándose en las paredes de las casas al borde de la plaza, quebrándose en las esquinas de las calles y de los cavernarios habitáculos, quebrándose en la gran estructura pétrea de la ciudad y de las ciudades, quebrándose en las paredes de las cordilleras y los mares, quebrándose en la turbia bóveda cristalina del cielo inferior, quebrándose en la luz de las estrellas, quebrándose en lo irreconocible, disipado y reducido a polvo, traído en pequeñas ondas temblorosas, para desaparecer en seguida en cuanto se trataba de agarrarlo. Mas terrenalmente presente y además extrañamente unido a las esferas, seguía el débil crepitar del fuego tras las murallas, y aunque a veces como que descendía hasta un eco, hasta lo invisible, aunque también él perteneciera a la cadena de las imágenes y más imágenes, era como una indicación de que el esfuerzo de los hombres no es en vano, del origen terreno de la titánica voluntad de unidad innata en el alma humana; era como una incitación al conocimiento, para volverse hacia la tierra y lo terreno, para hallar aquí su fuerza renovadora, lo prometeico, que procede del reino inferior y no del superior. Sí, debía dirigir su atención al ámbito terrenal, y atentamente, inclinado sobre el ante pecho de la ventana, con agotada respiración, aguardaba esperando lo necesario, que ahora iba a ocurrir.

Debajo de él, en tiniebla casi de pozo, se abría el estrecho espacio entre el palacio y el muro de circunvalación, profundamente oscuro el negro fondo del agujero, mientras detrás del muro, totalmente oculto por éste, sólo visible en el reflejo, ardía uno de los fuegos de guardia, y cuando el centinela atravesaba a su paso la pequeña zona iluminada, se deslizaba sobre el rojizo empedrado la vaga sombra del hombre, un oscuro aliento de sombra, que a veces saltaba a la pared de enfrente angulosa y rápida, casi irreal en su extrañamente imprevista movilidad. Lo que ocurría allá abajo, oculto por la muralla, era el más simple cumplimiento del deber militar, pero no por ello menos extrañamente unido, como cualquier cumplimiento de un deber humano, con el fondo sapiencia) del conocimiento con la simple tarea de conocer como algo imperecedero; lo que allí ocurría, se hallaba en el pórtico de la realidad, en la cercanía de lo definitivo. Y la penetración en la realidad primigenia no se realizará desde la esfera de los astros, ni desde la esfera intermedia debajo de las estrellas, no será allí donde se realice lo imperecedero, lo prometido, sino, al contrario, en la esfera del hombre, y del hombre partirá el impulso para traspasar los límites; divina es la predestinación del hombre a ello, divina la confianza que le ha sido concedida para ello, divina su necesidad, y aunque el momento del gran logro de la realidad sea tan poco predecible, que nadie puede indagar si el acontecimiento oculto en el destino tendrá lugar en un futuro que ya no verá o en un ahora inmediato, o incluso si ya ha comenzado, indeclinable fluye de lo oculto en el destino, apremiante y monitoria, la orden de vigilar, la promesa de retener cada instante, atento al instante de la revelación, de la revelación en lo necesario, en la ley, en lo humano. El mandamiento venía de lo inescrutable, audible en el sonido imperceptible, palpitante del resplandor fatigadamente cálido, febril, oscuramente penetrado de luna, que rodeaba lo terreno, fluía inmóvil sobre los techos, entraba por la ventana y envolvía su figura erguida, cubriéndola con el mandamiento de vigilar, como si fuera una parte de la fiebre. Y, febril, dirigía su atención a lo visible, casi con la nostalgia de que allí en algún lugar se le mostrara un ser humano. Nada se percibía. Tierra adentro al suroeste, la amenazante imagen, clara, resplandeciente de Escorpio, sobre una tierra que se esfumaba; se esfumaba el limite entre las casas de la ciudad allá fuera y el ondular de las nocturnas colinas tras ellas, se esfumaba el ondular cambiante de los campos y los bosques y las praderas, el ondular de su hierba, el ondular de sus frondas, atravesadas por la luna fríamente pétrea, ante la bóveda de la última tiniebla del infinito, se esfumaban en las olas de fiebre, con sonido de piedra, con frío de piedra, con temblor de piedra en el espacio astral que entraba impregnado de noche, impregnado de luz, calándose y deslizándose, entrando a chorros, y el pálido resplandor no tenía fin en lo invisible. Así fluía, marea y resaca, ardientemente frío y con luz de sombras en el doble origen, hundido en la tiniebla, hundido en los pozos de los patios, de las plazas, de las calles, extendido sobre lo visible-invisible de lo terrenal. Enfrente, a un lado, desembocaba una calle en la plaza; abierta en su parte recta a la mirada, pintada de claro por la luna, sólo aquí y allá la ensombrecían casas más altas y en la fuga de los techos podía reconocerse que más allá conducía al linde de la ciudad, en una leve doble curva semejante a la imagen de Escorpio allá arriba, y hacia ella dirigida: fascinante la similitud de forma, fascinante la dirección, seducción, sí, tan fascinante, que se convirtió en zozobra, en una nostalgia de poder ponerse a andar a lo largo de la calle, tomando ligero sus curvas al campo, hacia la constelación, atravesando a su paso patria tras patria, atravesando los bosques de fiebres de luz y de fiebres de sombra, alegre el paso en sueños que los cruza ligero; oh, salir a caminar por los caminos de la mirada, que en la meta nos devuelven el origen, para siempre y sin retorno. No requería guía alguno tan ligero camino, pero tampoco ningún severo despertador, pues sin pausa dormita el mundo su ligero sueño claro y desdibujado; lo único que importaba era seguir, seguir caminando en lo no invocable, abiertas todas las fronteras, y ya nada puede retener al viajero, nadie le adelanta, nadie viene a su encuentro, ni sigue a lo divino, ni se encuentra con lo bestial, su pie no nota el peso ni de uno ni de otro, mas la dirección en la que va es la del consuelo y de la confianza, es la de la necesidad, es la del dios. ¿Era así? ¿es que realmente ya no una dirección opuesta? ¿no vendría alguien todavía en la dirección contraria, tratando de volver a lo bestial, cayendo en lo infrabestial?

Había que esperar, esperar con mucha paciencia, y tardó mucho, insoportablemente mucho. Luego sin embargo, luego llegó algo. Y cosa extraña, lo que llegó, aunque contrario a todo lo esperable, estaba dispuesto asimismo como por necesidad. Primeramente llegó como imagen sonora, como imagen, lentamente separada de la quietud, de pasos arrastrándose y confuso cuchicheo, y siguió largo tiempo oculta en la sombra, antes de que surgieran las figuras correspondientes, tres confusas manchas blancas, que vacilando y deteniéndose a menudo, confundiéndose entre sí para separarse de nuevo, se empujaban hacia acá casi contra su voluntad, visibles en la luz lunar, desapareciendo en la oscuridad. Sin aliento por la tensa atención, sin aliento por el ahogo en la irrespirable transparencia de la noche, cruzadas en un espasmo las manos, espasmódicos los dedos sobre el anillo, espasmódicamente inclinado sobre la ventana y la cabeza muy extendida, seguía el acercarse de las tres apariciones. Por un momento se quedaron calladas pero luego, por contraste con confuso cuchicheo precedente, de improviso aguda y extremadamente clara, resonó una voz, una hiriente voz de tenor; casi gritando, como si su dueño se hubiera resuelto a una resolución irresistiblemente definitiva, ocurrió el anuncio:

–Seis sestercios.

Volvió el silencio, casi parecía ya que algo tan definitivo no consentía absolutamente ninguna respuesta, y sin embargo fue otorgada:

–Cinco -dijo una segunda voz masculina, hostil-humorística, en tono calmo de bajo casi adormilado, que sin duda quería cortar todo trato ulterior-: Cinco.

–¡Mierda, seis! – chirrió sin encogerse la primera voz, ante lo cual, después de un incomprensible vacilar, el bajo se retiró tranquilamente a un definitivo:

–Cinco, y ni un céntimo más.

Se detuvieron… Hasta ese momento era imposible averiguar de qué iba el trato, y ahora intervino la tercera voz y era la de una mujer borracha:

–¡Le das seis! – ordenó ella con un gran gallo, tras cuya impaciente, exigente imposición, asomó algo rastreramente servil, por cierto sin obtener mucho con ello, pues la respuesta no pasó de una risa gutural y escarnecedora. E, irritada por la risa y el escarnio irrespondible, la voz femenina se quebró furiosa:

–Sobre todo comer, pero no pagar… Carne quieres y pescado quieres y todo… -y como la única respuesta fuera otra vez la risa, el ladrido del hombre, continuó-: Tengo que comprar harina, y cebollas, y todo, y huevos y ajo, y aceite, y ajo… y ajo… -jadeando borracha, acompañada por la risa del hombre que le excitaba, se aferró a la escasez de ajo-, ajo quieres tener… ajo…

–Tienes razón -medió el tenor con un graznido y se decidió con un salto lírico de su mente a un: -¡Haya paz!

Ella sin embargo, como si la palabra tuviera virtud aclaratoria, no se dejó retener:

–Ajo… ajo tengo que comprar…

Habían sido tragados otra vez por la oscuridad y de la oscuridad seguía llegando la invocación del ajo y, realmente, como a un santo y seña, la afiebrada tiniebla de la noche se cargó, grávida de golpe con todos los olores coquinarios que sólo la ciudad podía emitir, grave, satisfecha, lujuriosa, aceitosa, cómoda y tremenda, digiriendo y podrida, crepitando, oliendo a sartenes, rumiando, alimento letárgico de la ciudad. Por unos instantes se hizo silencio, extrañamente sofocado, como si el pesado vaho se hubiese tragado también a los tres allá abajo, y aun después de su retorno a la luz ya no tuvieron nada que decirse; el argumento del ajo estaba agotado; se acercaron mudos, cada vez más visibles, por cierto de ningún modo aplacados pese a su silencio: el primero en aparecer fue un tipo sorprendentemente enjuto, cojeando con el hombro levantado sobre un bastón, que blandía amenazante cada vez que debía detenerse para esperar a los otros dos; a alguna distancia detrás de él la mujer, gruesa y maciza, y finalmente, aún más grueso si cabe, si cabe aún más borracho, en cualquier caso más pesado, el otro hombre, una torre de ancho vientre, incapaz de recobrar la distancia constantemente creciente hasta la mujer y que finalmente, piando lloriqueante y levantando sus manos infantiles, trataba de detenerla; así se acercaron, como un cuadro inseguro y vacilante, que se tomó todavía un poco más inseguro, cuando a la desembocadura de la calle cayeron en el oscilante resplandor del fuego de guardia; así habían llegado aquí ante sus ojos con su riña a punto de estallar de nuevo, cuando el guía cojo volviéndose a la izquierda, hacia el puerto, se dispuso a atravesar la plaza, y la mujer le gritó por detrás:

–¡Chulo de mierda! – a lo que el otro, deteniéndose y abandonando su propósito, se volvió sobre ella bastón en alto, por cierto sin provocar miedo en la mujer que seguía insultándole, pero sí en la gorda torre, que se dio a la fuga echando grititos y con ello obligó a la mujer a correr detrás de él y arrastrarle hacia atrás…, éxito tan agradable para el otro que dejó caer el bastón para soltar ahora más fuerte que nunca la gutural risa-ladrido de escarnio que ya antes había enfurecido a la mujer. El resultado fue otra vez el mismo, la mujer se enfureció:

–¡A casa! – le gritó al flaco reidor, y cuando él señaló la dirección del puerto, subrayando con los movimientos de su dedo extendido su anterior intención, ella extendió a su vez el brazo en dirección opuesta, jadeando de atropellada excitación:

–Ya estás marchándote a casa, no se te ha perdido nada en la ciudad… A mí no me engañas; ya sé lo que tienes allí; ya la conozco a tu porcachona…

–¿Eh? – el dedo dejó de hacer gestos, la mano formó como una copa e hizo el gesto de beber. Esto le pareció tan evidente al gordo, ahora apoyado en la pared, que recordó lo inexorable de sus decisiones:

–Vino -hipó transfigurado y se puso en marcha. La mujer le cerró el camino:

–¡Ah, vino! – le chilló-; ¿vino?… a ver a su porcachona quiere ir y yo, yo tengo que cocinar para él… Carne de cerdo quiere y de todo quiere…

–Carne de lechón -dijo el tenor con voz de gallo. Ella le echó con desprecio contra el muro, pero casi llorosa se volvió al otro:

–Lo quieres todo de mí, pero no pagas…

–Le pago cinco, he dicho… Vente, tendrás vino.

–Mecagüen tu vino… Le pagas seis.

–También tendrá vino.

–No le hace falta tu vino.

–¿Y a ti qué te importa, so puta? Cinco le pago y ni un céntimo más, y tendrá vino.

–Cinco -declaró dignamente la gorda panza apoyada a la pared.