Él, yo y su álbum de sellos, constituimos juntos un triunvirato oficioso sobre el que pesan todas las responsabilidades de ese gigantesco e indescifrable asunto.
XXVII
No tuve la audacia de rodear la villa para saber qué hay detrás. Intuí que sería descubierto. ¿Por qué, entonces, tuve el sentimiento de haber estado allí una vez, hace mucho tiempo? ¿Acaso, en el fondo, no conocemos por anticipado todos los paisajes que encontramos en el transcurso de nuestra vida? ¿Es posible que ocurra algo enteramente nuevo, algo que no hayamos presentido en lo más profundo de nosotros mismos? Yo sé que un día, a una hora tardía, estaré allí, en el umbral de los jardines, cogido de la mano con Bianka. Entraremos en esos rincones olvidados, entre viejos muros que encierran parques envenenados, en esos paraísos artificiales de Poe saturados de cicuta, adormideras y plantas trepadoras de jugos opiáceos, febriles bajo un cielo cobaltado como el de muy antiquísimos frescos. Despertaremos el mármol blanco de una estatua que dormita, con los ojos vacíos, en ese mundo más allá de los márgenes, más allá de los confines de un atardecer marchito. Asustaremos a su único amante, un vampiro rojo dormido en su seno, con las alas plegadas. Volará sin ruido, flexible, blando, ondulante, despojo seco, rojo carmíneo, sin esqueleto ni sustancia, revoloteará batiendo las alas, se esfumará sin dejar huella en el aire coagulado. Franquearemos una pequeña verja, entraremos en un claro vacío. La vegetación estará allí quemada como el tabaco, como una pradera al final del verano indio. Ocurrirá tal vez en el estado de New Orleans o Louisiana: los países son sólo un pretexto. Nos sentaremos en el borde de piedra de un estanque cuadrado. Bianka meterá sus dedos pálidos en el agua tibia en la que flotarán hojas amarillecidas, no levantará los ojos. Del otro lado del estanque permanecerá sentada una figura negra, delgada y oculta tras un velo. «¿Quién es?» preguntaré con un murmullo. Bianka moverá la cabeza y responderá en voz baja: «No tengas miedo, no escucha, es mi madre, está muerta. Ella mora aquí.» Después me dirá las cosas más dulces y más tristes. Y ya no habrá consuelo. Caerá el crepúsculo...

XXVIII
Los acontecimientos se suceden con una rapidez vertiginosa. El padre de Bianka ha llegado. Me encontraba parado en la esquina que hace la calle de las Fuentes con la del Escarabajo, cuando vi pasar una limusina brillante, abierta, de carcasa ancha y plana como una concha. Dentro de la gran concha de seda vi a Bianka, recostada, en vestido de tul. El borde vuelto de su sombrero sujeto por una cinta anudada bajo el mentón arrojaba una sombra sobre su perfil delicado. Casi desaparecía entre la espuma blanca de su vestido. A su lado estaba sentado un personaje que vestía una levita negra y un chaleco de piqué blanco en el que brillaba una pesada cadena dorada, adornada con multitud de colgantes. Bajo el sombrero hongo —negro, ajustado hasta las orejas—, una cara gris, hermética y sombría, rodeada por gruesas patillas. Me estremecí al verlo. Ninguna duda era posible. Aquel hombre era el señor de V...
Cuando el elegante carruaje pasó cerca de mí con un ruido amortiguado, Bianka le dijo algo a su padre que se volvió, dirigiendo hacia mí la mirada de sus grandes gafas negras. Tenía el semblante de un león gris sin crines.
Bajo una intensa agitación emocional, perdiendo casi la razón, excitado por los sentimientos más contradictorios, exclamé: «¡Cuenta conmigo!...» y: «¡...hasta la última gota de sangre!...» y disparé al aire con la pistola que había sacado de un bolsillo interior.
XXIX
Muchos son los indicios que permiten creer que Francisco José I fue en el fondo un poderoso y triste demiurgo. Sus ojos estrechos, pequeños botones inexpresivos incrustados en los deltas triangulares de las arrugas, no eran los de un hombre.
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