Le decía que el médico me mandaba quedarme en cama. No era verdad. Y aunque lo hubiera sido, sus prescripciones no me habrían impedido acompañar a mi amiga. Le pedía permiso para no ir con ella y con Andrea. Sólo diré una de las razones, que era una razón de prudencia. Cuando salía con Albertina, si se separaba de mí aunque sólo fuera un momento, estaba inquieto: me figuraba que había hablado a alguien

o simplemente había mirado a alguien. Si Albertina no estaba de muy buen humor, me imaginaba que le chafaba o le hacía aplazar un proyecto. La realidad no es más que un incentivo para una meta desconocida en cuyo camino no podemos llegar muy lejos. Es preferible no saber, pensar lo menos posible, no dar a los celos el menor detalle concreto. Desgraciadamente, a falta de la vida exterior, la vida interior tiene también sus incidentes; a falta de los paseos de Albertina, los azares encontrados en las reflexiones que me hacía me proporcionaban a veces esos pequeños fragmentos de realidad que, como un imán, atraen hacia ellos un poco de lo desconocido, doloroso desde este momento. Aun viviendo bajo el equivalente de una campana neumática, continúan actuando las asociaciones de ideas, los recuerdos. Pero esos choques internos no se producían inmediatamente; en cuanto Albertina salía para su paseo, las exaltantes virtudes de la soledad me vivificaban, aunque sólo fuera por unos momentos. Tomaba mi parte de los placeres del día que comenzaba; el deseo arbitrario -la veleidad caprichosa y puramente mía- de gustarlos no habría bastado para ponerlos a mi alcance si el tiempo especial que hacía no me hubiera no sólo evocado las imágenes pasadas, sino afirmado la realidad actual, inmediatamente accesible a todos los hombres a quienes una circunstancia contingente y, por tanto, desdeñable no obligaba a quedarse en su casa. Algunos días muy claros hacía tanto frío, era tan amplia la comunicación con la calle, que parecía que se hubieran abierto las paredes de la casa, y cada vez que pasaba el tranvía, su timbre resonaba como un cuchillo de plata golpeando una casa de vidrio. Pero, sobre todo, yo oía en mí con entusiasmo un sonido nuevo del violín interior. Sus cuerdas se tensan o se aflojan por simples diferencias de la temperatura, de la luz exterior. En nuestro ser, instrumento que la uniformidad del hábito ha hecho silencioso, el canto nace de esas diferencias, de esas variaciones, fuente de toda música: por el tiempo que hace ciertos días, pasamos de repente de una nota a otra. Volvemos a encontrar el son olvidado cuya necesidad matemática hubiéramos podido adivinar y que, en los primeros momentos, cantamos sin reconocerlo. Sólo estas modificaciones internas, aunque venidas de fuera, renovaban para mí el mundo exterior. Unas puertas de comunicación condenadas desde hacía mucho tiempo se abrían de nuevo en mi cerebro. La vida de algunas ciudades, la alegría de ciertos paseos, recuperaban en mí su sitio. Estremecido todo yo en torno a la cuerda vibrante, habría sacrificado mi vida de otro tiempo y mi vida futura, suprimidas por la goma de borrar del hábito, por aquel estado tan especial.

Si no iba a acompañar a Albertina en su larga excursión, mi espíritu vagabundearía más aún que si la acompañaba y, por haber renunciado a gustar con mis sentidos aquella madrugada, gozaba en imaginación de todas las madrugadas semejantes, pasadas o posibles, más exactamente de cierto tipo de madrugadas de las que todas las del mismo género no eran sino una intermitente aparición y que yo reconocía en seguida; pues el aire vivo volvía por sí solo las páginas que había que volver y yo encontraba claramente indicado ante mí, para poder seguirlo desde la cama, el evangelio del día. Aquella madrugada ideal me llenaba el espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes, y me comunicaba una alegría que mi estado de debilidad no amenguaba: como el bienestar resulta para nosotros, mucho más que de nuestra buena salud, del excedente inaplicado de nuestras fuerzas, podemos alcanzarlo lo mismo aumentando éstas que restringiendo nuestra actividad. El excedente de la mía, mantenido en potencia en mi cama, me hacía vibrar, saltar interiormente, como una máquina que no pudiendo cambiar de sitio gira sobre sí misma.

Francisca venía a encender la chimenea y para que prendiera el fuego echaba unas ramillas cuyo olor, olvidado durante todo el verano, describía en torno a la chimenea un círculo mágico en el que yo, viéndome a mí mismo leyendo en Combray unas veces, en Doncières otras, estaba tan contento en mi cuarto de París como si me dispusiera a salir de paseo hacia Méséglise o a encontrarme en el campo con Saint-Loup y sus amigos de servicio. Suele ocurrir que el placer que sienten todos los hombres en volver a ver los recuerdos acumulados por su memoria es más vivo, por ejemplo, en aquellos que, por la tiranía del mal físico y la esperanza cotidiana de su curación, se ven privados, por una parte, de ir a buscar en la naturaleza unos cuadros parecidos a esos recuerdos y, por otra parte, conservan la suficiente confianza en que podrán hacerlo pronto para permanecer respecto a ellos en estado de deseo, de apetito, y no considerarlos sólo como recuerdos, como cuadros. Pero aunque no hubieran sido nunca nada más que eso para mí y yo hubiese podido, al recordarlos, sólo verlos, volvería a ser de pronto, todo yo, en virtud de una sensación idéntica, el niño, el adolescente que los había visto. No era sólo cambio de tiempo en el exterior, o de olores en la habitación, sino diferencia de edad en mí, sustitución de persona. El olor, en el aire frío, de las ramas de leña, era como un fragmento del pasado, un banco de hielo invisible desprendido de un invierno antiguo que avanzaba en mi cuarto, estriado además de tal perfume, de tal resplandor, como en años diferentes en los que me encontraba de nuevo sumergido, invadido, incluso antes de identificarlas, por la alegría de unas esperanzas abandonadas desde hacía mucho tiempo. El sol entraba hasta mi cama y atravesaba el transparente tabique de mi cuerpo enflaquecido, me calentaba, me tornaba ardiente como cristal. Entonces, convaleciente hambriento que saborea ya todos los manjares que no le permiten todavía, me preguntaba si no malograría mi vida casándome con Albertina, haciéndome asumir la obligación, demasiado pesada para mí, de consagrarme a otro ser, obligándome a vivir ausente de mí mismo por su presencia continua y privándome para siempre de los goces de la soledad.

Y no solamente de éstos.