Después de todo, ¡qué absurdo!. ¿Qué importancia podría tener que yo tomara un camino u otro? Me eché a reír de nuevo, esta vez más animado. Y de pronto, en un instante de vértigo, la sangre se me heló en las venas; un escalofrío me recorrió la columna vertebral y las fuerzas me abandonaron. A mi lado, muy cerca de mis pies, sentí un suspiro. No era un gemido ni un lamento; no, no era algo tan tangible… Era un suspiro bajo, tenue e inarticulado. Di un salto hacia atrás y mi corazón dejó de latir. ¿Un error? No, no era posible que me hubiera equivocado. Lo había sentido nítidamente, como si hubiera sido mi propia voz. Era un suspiro débil y fatigado, muy prolongado, como si se alargara al máximo para vaciar en él toda la tristeza del mundo. Escuchar una cosa semejante en la oscuridad, en la soledad de la noche, aunque todavía era temprano, producía un efecto que soy incapaz de describir. En ese momento sentí algo frío que se deslizaba sobre mí, algo que subía hasta mis cabellos y bajaba hasta mis pies, que estaban clavados en la tierra. Con voz temblorosa grité:
«¿Quién está ahí?», igual que había hecho antes; pero no obtuve respuesta.
No sé cómo me las arreglé para llegar a casa; ya no sentía indiferencia hacia aquella cosa, fuera lo que fuera, que rondaba por las ruinas. Mi escepticismo se había disipado como la niebla. Ahora estaba firmemente convencido, al igual que Roland, de que allí había algo; y no quería engañarme a mí mismo pensando que había sido una alucinación. Hay movimientos y sonidos en la naturaleza perfectamente comprensibles, como el crujido de las pequeñas ramas en la escarcha, o la gravilla del sendero, que a veces producen un efecto tan fantástico que uno se pregunta intrigado quién lo ha producido; pero esto sucede cuando no hay un verdadero misterio. Les aseguro que estos efectos son incomparablemente más turbadores cuando se sospecha que hay algo. Yo distinguía y comprendía aquellos sonidos; pero no comprendía el susurro. No era una simple manifestación de la Naturaleza; había una intención, un sentimiento…, el espíritu de una criatura invisible. Ciertamente, la naturaleza humana se estremece cuando se enfrenta con un hecho semejante. Era la manifestación de una criatura invisible, donde perduran aún sensaciones, sentimientos, una capacidad de expresarse a sí mismo.
Ahora no tenía la necesidad imperiosa de dar la espalda al escenario de los acontecimientos que había experimentado al ir hacia las cuadras, pero corrí a casa impelido por el deseo de hacer lo que fuera preciso para descifrar el misterio.
Cuando llegué, Bagley estaba en el salón, como de costumbre. Siempre estaba allí a esa hora de la tarde, aparentando estar muy ocupado, pero yo sabía que jamás hacía nada. La puerta se abrió y me precipité jadeando en el interior. Sin embargo, la serenidad de su mirada cuando vino a ayudarme a quitarme el abrigo me tranquilizó por un momento. Cualquier cosa que se apartara de la normalidad, cualquier cosa incomprensible o ilógica se desvanecía en presencia de Bagley. Si ustedes lo vieran, se maravillarían de su compostura: la perfección de la raya de sus cabellos, el modo de anudarse la corbata en el blanco cuello, la caída de los pantalones: todo perfectas obras de arte. Pero lo que marcaba la diferencia es que cualquiera podía ver cómo estaban realizadas. Me arrojé literalmente sobre él, sin darme cuenta del enorme contraste que existía entre la moderación de este hombre y la clase de asunto que yo iba a proponerle.
–Bagley -dije-, quiero que vengas conmigo esta noche a buscar…
–Furtivos, coronel -dijo con un rebosante destello de placer.
–No, Bagley, es algo mucho peor -exclamé.
–Bien, coronel. ¿A qué hora? – dijo, a pesar de que yo no le había explicado todavía de qué se trataba.
Salimos a las diez de la noche. En el interior de la casa todo estaba en calma. Mi mujer acompañaba a Roland, que había pasado el día tranquilo, según me informó, y que (a pesar de que la fiebre debía seguir su curso) había mejorado desde que yo llegué.
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