La búsqueda había terminado, recogió su oro y partió para el exterior. Y Su propio fin fue tan digno como el de su búsqueda. En San Francisco le atacó una enfermedad y su espléndida vida se extinguió paulatinamente mientras permanecía sentado en un sillón del hotel comercial, la «casa de los del Yukón». Los médicos le visitaban, discutían y consultaban, mientras que él preparaba más planes para sus aventuras en el Norte, pues todavía lo aferraba el Norte, sin querer soltarlo. Cada día se debilitaba más y más, y todos los días repetía lo mismo: mañana estaré bien. Otros viejos «de permiso» iban a visitarlo. Se limpiaban los ojos y maldecían en voz baja, luego entraban y conversaban alegremente largo rato sobre su vuelta conjunta, cuando llegase la primavera. Pero su Largo Camino terminó allí, en el gran sillón, y la vida le abandonó con el «más al norte» fijo todavía en su mente.
El hambre amenazaba negra y temible desde los tiempos del primer hombre blanco. Era ya crónica para los indios y los esquimales, y también llegó a serlo para los buscadores de oro. Siempre estaba presente y la vida llegó a expresarse en términos de «comida», midiéndose en tazas de harina. Todos los inviernos, de ocho meses de duración, los héroes del frío Se enfrentaban al hambre. Al avanzar el otoño, se hizo costumbre el que los compañeros cortasen la baraja o sacasen pajitas para decidir quién tomaría el peligroso camino hacia el agua salada y quién permanecería y resistiría en la peligrosa oscuridad de la noche ártica.
Nunca quedaba comida Suficiente para que toda la población sobreviviera el invierno. La compañía A. C. hacía grandes esfuerzos para conseguir los alimentos, pero los buscadores de oro llegaban cada vez con mayor rapidez y se arriesgaban con mayor audacia. Cuando la compañía A. C. añadió un nuevo buque de vapor a su flota, los hombres dijeron:
—Ahora tendremos en abundancia.
Pero acudieron más buscadores de oro que cruzaban hacia el sur, más voyageurs[4] y comerciantes de pieles que se abrían forzosamente paso hacia el este por las Montañas Rocosas, más cazadores del mar y aventureros de la costa que llegaban del oeste, del mar de Bering, más marineros, desertores de los balleneros, por el norte, y todos compartían el hambre de una manera fraternal. Se sumaron otros buques de vapor, pero la ola de buscadores de oro era siempre superior. Entonces apareció en escena la compañía N. A. T. & T., y ambas compañías aumentaron progresivamente sus flotas. Pero siempre era el mismo cuento: el hambre no desaparecía. De hecho, el hambre aumentaba a medida que lo hacía la población, hasta que en el invierno de 1897 al 1898 el gobierno de los Estados Unidos se vio obligado a enviar una expedición de socorro. Pero, como siempre, los compañeros seguían cortando la baraja y sacando pajitas, y permanecían o partían hacia el agua salada según decidiera la suerte. La experiencia los había hecho sabios, y les había enseñado a no confiar en las expediciones de socorro. Habían oído hablar de esas cosas, pero ningún mortal les había echado el ojo encima.
La mala suerte de otras regiones mineras no es nada en comparación con la mala suerte del Norte. En cuanto a los sufrimientos y penalidades no pueden describirse en suficientes páginas de imprenta ni contarse de boca en boca. Nadie que no las haya padecido puede saberlo.
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