Y quienes las han sufrido afirman que, cuando Dios hizo el mundo, se cansó y, cuando llegó a su última carretilla, «la tiró de cualquier manera». Así surgió Alaska. No hay ningún concepto de la vida que pueda explicárselo al que se queda en casa, pero son los mismos hombres los que, a veces, nos dan la pista acerca de sus rigores. Un viejo minero de Minook atestiguó lo siguiente:

—¿No has observado la expresión de nuestras caras? Puedes distinguir a un recién llegado en cuanto lo veas. Parece una persona vivaz, entusiasta, tal vez alegre. Nosotros, los viejos mineros, siempre estamos serios, a no ser que estemos bebiendo.

Otro viejo, en medio de la amargura de una «nostalgia por el hogar», se imaginaba como un marciano que le explica a un amigo las instituciones de la tierra con ayuda de un poderoso telescopio.

—Ahí están los continentes —indicó— y allí, cerca del polo, existe un país helado, ardiente, solitario y apartado llamado Alaska. En otros países y estados hay grandes asilos para locos y, aunque estén repletos de gente, no son suficientes. Y a Alaska se mandan los casos más difíciles. De vez en cuando alguna criatura loca recupera la razón en aquellas terribles soledades y, con sorprendente alegría, huye de esas tierras y vuelve a toda prisa a su hogar. Pero la mayoría de los casos son incurables. Los pobres diablos siguen penando, se olvidan de su vida anterior o la recuerdan como un sueño. El Norte vuelve a aferrarlos y no los deja marchar, pues la mayoría de los casos son incurables.

La batalla contra el frío y el hambre duró un cuarto de siglo. La propia severidad de la lucha contra la naturaleza parecía convertir a los buscadores de oro en personas amables para consigo mismos. Las puertas estaban siempre abiertas y la mano abierta estaba a la orden del día. Se desconocía la desconfianza y no era hiperbólico el que un hombre se desprendiera de su camisa para dársela a un compañero. En relación con esto, lo más significativo de todo tal vez fuese la costumbre, vigente por aquellos días, de que, cuando llegaba el primero de agosto, se les permitía a los buscadores de oro que no habían hallado grava aurífera ir a las tierras de sus compañeros más afortunados y obtener lo suficiente para la comida del próximo año.

En 1885 se llevaban a cabo unas extracciones muy ricas en el río Stewart, y en 1886 se descubrió la Barra de Cassiar, justo por debajo de la desembocadura del Hootalinqua. Fue por entonces cuando se efectuó el primer descubrimiento mediano en el arroyo Cuarenta Millas, llamado así porque se calculaba que esa era la distancia que lo separaba de Fuerte Reliance, construido por Jack McQuestion. Un buscador de oro llamado Williams partió para el exterior con perros e indios para llevar la noticia, pero sufrió tales penalidades en la cumbre de Chilcoot, que le llevaron moribundo a la tienda del capitán John Healy, en Dyea. Pero había llevado la noticia: ¡oro bruto! En menos de tres meses, más de doscientos mineros cruzaron en estampida Chilcoot, desde Cuarenta Millas.

Un hallazgo siguió a otro: Sesenta Millas, Miller, Glacier Birch, Franklin y el Koyokuk. Pero todos fueron descubrimientos modestos, y los mineros seguían soñando y buscando la corriente fabulosa, «Demasiado Oro», donde el oro era tan abundante que había que echar la grava en las esclusas para lavarla.

Y durante todo este tiempo, el Norte preparaba su propia broma. Fue una gran burla, aunque sumamente amarga, e indujo a los viejos a creer que la tierra se queda a oscuras la mayor parte del año, porque Dios se marcha y la abandona a su suerte. Después de todos los riesgos, de tanto faenar y esforzarse, el destino quiso que tan sólo unos cuantos héroes llegasen hasta el final, cuando Demasiado Oro entregó a la luz su tesoro amarillo.

En primer lugar estaba Robert Henderson, y se trata de una historia verdadera. Henderson tenía fe en el distrito de Río Indio. Durante tres años, dependiendo únicamente de su rifle y viviendo de carne la mayor parte del tiempo, prospectó él solo muchos de los afluentes del río Indio, faltándole poco para descubrir los ricos riachuelos, Sulphur y Dominion, y consiguió sacarse un jornal (un pobre jornal) de los arroyos Quartz y Australia. Luego cruzó la divisoria entre Río Indio y el Klondike, y en uno de los «afluentes» de este último encontró ocho centavos por criba. Este producto se consideraba excelente en aquellos días. Bautizó el arroyo con el nombre, de «Fondo Dorado», volvió a cruzar la divisoria y convenció a tres hombres, Munson, Dalton y Swanson, para que regresaran con él. Entre los cuatro sacaron setecientos cincuenta dólares. Permítasenos subrayar una y otra vez que éste fue el primer oro que jamás se sacó y lavó en el Klondike. Y resaltemos también que Robert Henderson fue el descubridor del Klondike, pese a todas las mentiras y cuentos en contrario.

Al quedarse sin comida, Henderson volvió a cruzar la divisoria, bajó por el río Indio y subió por el Yukón hasta Sesenta Millas.