Pero ni aún así dejó James de pensar en sus intereses.
–¿Y qué hacemos con este mensaje que no se entiende? Tú dices que todos los expertos que han intentado descifrar los signos han fracasado.
–Eso es cierto -añadió ella-, pero tal vez haya alguno que lo logre.
–¿Y cómo vas a encontrarlo?
–Déjame intentarlo. ¿Me das un plazo de dos semanas a partir de hoy?
–De acuerdo. ¿Algo más?
–Sí, una cosa más. Consigue la licencia de matrimonio cuanto antes.
–¿Por qué?
–Para demostrarme que vas en serio.
El estalló en una risotada.
–No creas que es tan descabellado lo que dices. Podría llevarte conmigo a América, eres la clase de mujer que necesitaríamos en nuestra cantina. Me haré con esa licencia. Buenas noches.
En el momento en que se ponía en pie, alguien llamó a la puerta con un golpecito suave. Una niña pequeña, que llevaba un vestido muy usado, se asomó en el umbral.
–¿Qué haces aquí? – le preguntó rabiosa su madre.
Como única explicación, Syd le ofreció su delgada mano con una carta. La señora Westerfield la leyó y, después de arrugarla hasta hacerla una bola, se la metió en el bolsillo.
–¿Uno de tus secretos? – le preguntó James-. Algo, no sé, ¿relacionado con los diamantes?
–Espera a ser mi marido -dijo ella-, y entonces podrás preguntar todo lo que quieras.
Su amado había acertado de lleno: durante el último año la señora Westerfield había probado suerte con varios expertos, pero hasta ahora no había podido sacar nada en claro. No hacía mucho, había oído hablar de un extranjero que se dedicaba a descifrar criptogramas, y le había escrito una carta para preguntarle cuáles eran sus condiciones. En su respuesta (que la señora Westerfield acababa de recibir), el extranjero no sólo le hablaba de sus elevadísimos honorarios, sino que además, como precaución, le hacía una serie de preguntas que a ella le parecía poco conveniente responder. Otro de sus intentos por descubrir el misterio del mensaje cifrado también había resultado en vano.
James Bellbridge también tenía sus buenos momentos, y precisamente entonces era cuando podía vérsele un poco más distendido. Como ahora, mientras contemplaba a la niña con curiosidad.
–Tiene aspecto de pasar hambre -dijo sin ninguna clase de emoción, como si estuviera hablando de un gato callejero-. ¡Hola, tú! Toma, cómprate un poco de pan.
Cuando Syd salía de la habitación, le lanzó un penique. Luego, aprovechó el momento para cerrar el trato con la madre de Syd.
–Mira, si te llevo a Nueva York conmigo, quiero que quede claro que yo no voy a cargar con tus dos hijos. ¿Es esa la niña que vas a dejar en Inglaterra?
La señora Westerfield sonrió con dulzura, y contestó:
–Sí, cariño.
7. EL CRIPTOGRAMA
La única posibilidad que le quedaba a la señora Westerfield de descubrir dónde estaban escondidos los diamantes era poniendo un anuncio en el periódico solicitando los servicios de una persona que conociera el arte de descifrar códigos. La primera de todas las respuestas que recibió vino a remediar un poco sus decepciones anteriores. En la misiva se adjuntaban cartas de recomendación de sendos caballeros, cuyos apellidos eran ya de por sí garantía suficiente. Aún así las verificó, y fue a visitar a uno de ellos al día siguiente.
Su apariencia física no decía verdaderamente mucho a su favor. Era un hombre viejo, desaliñado, achacoso, y pobre. Su humilde habitación estaba llena de libros muy desgastados. No parecía que al viejo le hubiera sonreído demasiado la vida, ni que le resultaran muy familiares los habituales gestos de cortesía social: ni le dio los buenos días, ni le ofreció una silla a la señora Westerfield. Cuando ella intentó explicarle que se había equivocado de persona, él la interrumpió de mala manera.
–Déjeme ver ese criptograma. Si antes no me parece que realmente vale la pena, no le puedo prometer que vaya a estudiarlo.
La señora Westerfield estaba asombrada.
–¿Se refiere a que quiere usted una suma importante de dinero? – preguntó ella.
–No, me refiero a que yo no soy como esos que pierden el tiempo con criptogramas facilones inventados por idiotas.
Ella puso la hoja de papel sobre el escritorio del viejo.
–Pues pierda un poco de su tiempo con éste -dijo ella satíricamente-, ¡creo que le va a gustar!
El hombre, de ojos legañosos e hinchados, examinó el criptograma. Luego se puso una lente de aumento. La única pista que le dio a la señora Westerfield sobre lo que pasaba por su cabeza en ese momento fueron sus movimientos: el viejo cerró su libro de golpe, y recreó la mirada en los signos y caracteres que tenía ante sí. De repente, miró a la señora Westerfield.
–¿De dónde ha sacado esto? – le preguntó.
–Eso a usted no le interesa.
–En otras palabras, tiene usted motivos personales para no responder a mi pregunta.
–Así es.
Mientras el viejo sacaba sus propias conclusiones acerca de una respuesta como esa, le ofreció a la señora Westerfield una horrorosa sonrisa, mostrándole los tres dientes amarillentos que le quedaban por toda dentadura.
–¡Ya veo! – dijo él, hablando solo. Luego miró el jeroglífico una vez más, y le hizo otra pregunta:
–¿Tiene usted alguna copia?
Hasta ese momento a ella no se le había ocurrido que eso habría sido sin duda una buena idea.
1 comment