Cuando salió ya tenía muy claro lo que debía hacer.
Media hora después, el viejecito descifrador de criptogramas vio interrumpido su trabajo por un hombre grueso y de aspecto canallesco al cual no había visto jamás hasta entonces.
El desconocido afirmó ser el prometido de la señora Westerfield, y a continuación le pidió (con muy malos modos) que le dejara ver el criptograma. El viejecito le preguntó si, a ese efecto, traía consigo una orden por escrito, firmada por la propia señora Westerfield. El señor Bellbridge puso los dos puños sobre el escritorio del viejecito, y le dijo:
–He venido aquí para ver el mensaje cifrado bajo mi propia responsabilidad, e insisto en que me lo enseñe usted inmediatamente.
–Antes permítame que le enseñe otra cosa -fue la respuesta que ofreció el viejo al ordeno y mando del señor Bellbridge-. ¿Señor, sabría usted reconocer una pistola cargada, si la viera?
Cuando el camarero se inclinó sobre el escritorio, el cañón de la pistola se acercó a una distancia de tres pulgadas de su enorme cabeza. Era la primera vez en su vida que lo cogían desprevenido. Hasta ese momento, a James no se le había ocurrido que un arrojado descifrador de criptogramas era una persona que podía estar expuesta a ciertos peligros, por ejemplo si alguien le confiaba algún secreto importante, por tanto era lógico que pudiera tomar sabias medidas para protegerse. Y para poder de persuasión, nada mejor que una pistola cargada. James salió de la habitación utilizando una serie de palabras que todavía no se han hecho un lugar en ningún diccionario inglés.
Pero cuando James estaba tranquilo, era una persona con al menos dos virtudes: sabía reconocer sus derrotas, y apreciaba como ninguna otra cosa en el mundo el valor de los diamantes. Cuando fue a ver a la señora Westerfield al día siguiente, le llevó una noticia que sabía que iba a provocar la piedad de María: la Iglesia había recibido la notificación de la boda, y había un camarote reservado para ella en el vapor.
Con todo arreglado según sus planes, la señora Westerfield tenía el camino libre para abandonar a la pobrecita Syd.
Se la dejaría a su hermana mayor, que estaba soltera, y era la prestigiosa dueña de un colegio barato para niñas situado en uno de los arrabales de Londres. Esta dama (conocida en su barrio como la señora Wigger) hacía ya tiempo que tenía la intención de poner a Syd como aprendiz de profesora.
–Voy a obligarla a aprender -prometió la señora Wigger-, hasta que sea capaz de hacerse cargo ella sola de las alumnas de primer curso. Así podrá pagarse la manutención y el alojamiento. Cuando sea mayor sustituirá a la directora titular y con ello me ahorraré un sueldo.
Una vez la señora Wigger le hubo planteado su propuesta a la señora Westerfield, sólo le quedó aguardar a que su hermana le diera una respuesta. Ésta simplemente le escribió una carta en la que le informaba que estaba de acuerdo:
Ven el próximo viernes a la hora que quieras antes de las dos, y Syd te estará esperando lista para marcharse.
P.D: El jueves me caso otra vez, y el sábado cogeré el vapor y me iré a América con mi marido y mi hijo.
La señora Westerfield echó la carta al correo y con ello, según sus propias palabras, se quitó otro peso de encima.
El miércoles, a medida que se iban acercando las ocho de la tarde, la señora Westerfield se iba poniendo cada vez más nerviosa. Para tratar de tranquilizarse se propuso hacer algo. Abrió la puerta de la sala de estar y se puso a escuchar en la escalera. Cuando todavía faltaban unos minutos para las ocho, alguien llamó a la campana de la casa. Ella bajó corriendo a abrir la puerta, pero sucedió que la criada se encontraba en ese momento en el pasillo, y contestó. Pocos segundos después, la puerta se cerró de golpe.
–¿Quién era? – preguntó la señora Westerfield.
–No había nadie, señora.
Resultaba extraño. ¿Acaso ese miserable viejo la había engañado?
–Mira en el buzón -le gritó a la sirvienta-. Ella obedeció, y encontró una carta. La señora Westerfield abrió el sobre, en las mismas escaleras y de pie.
Contenía una cuartilla de papel común de carta, sobre la que había escrito el significado del criptograma. Decía así:
Recuerda, el número 12 de Purbeck Road de St. John's Wood. Ve hasta la glorieta del jardín trasero. Luego hasta la cuarta tabla del suelo, contando desde la pared del lado derecho, según se entra. Levántala haciendo palanca. Busca debajo del moho y los cascotes. Ahí encontrarás los diamantes.
El viejo no acompañaba el texto de la carta con ninguna otra explicación, ni tampoco le devolvía el criptograma original. El extraño viejo se había ganado sus honorarios; sin embargo, no había venido a reclamarlos. ¡Ni siquiera le hacía saber a la señora Westerfield dónde o cuándo podía hacérselos llegar! ¿Habría sido él en persona quien había traído la carta? Fuera él, o algún mensajero, el hecho era que había dejado la carta y se había ido antes de que la criada abriera la puerta.
De repente, a la señora Westerfield le sobrevino un sentimiento de desconfianza hacia el viejo, y se quedó paralizada.
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