El público se acordó de que la primera vez que el preso había entrado en la sala, estaba pálido. Entre los asistentes se oyeron comentarios en voz baja:
–Se ha puesto enfermo.
El público estaba en lo cierto.
El médico de la prisión subió al estrado de los testigos y, con tono fatigado y monótono, hizo su declaración.
El preso hacía años que padecía del corazón, pero la dolencia había sido desatendida. Incluso se había desmayado durante la espera larga y llena de incertidumbre anterior al veredicto. El desmayo había sido tan serio, que el testigo no quiso hacerse responsable de las consecuencias si el preso, con la emoción de enfrentarse a la corte y al jurado, volvía a caer desplomado.
Así las cosas, se leyó formalmente el veredicto, y la sentencia fue aplazada. Una vez más, los espectadores miraron a la esposa del acusado.
Se había puesto en pie con la intención de salir de la sala. Cuando ya se había hecho público el veredicto adverso, su marido solicitó despedirse de ella. El gobernador de la prisión, después de consultarlo con el médico, accedió a su petición. Cuando la esposa salió de la sala la gente se fijó en que llevaba a su hijo cogido de la mano, mientras que la niña los tenía que seguir detrás. Una dama compasiva se acercó y se ofreció a la madre para hacerse cargo de los niños mientras ella estuviera ausente. La señora Westerfield respondió fría y calmosamente:
–Gracias, pero su padre desea verlos.
El preso se estaba muriendo. Solamente hacía falta mirarlo para darse cuenta.
Cuando su esposa y sus hijos se acercaron a la cama en la que se estaba dejando morir, abrió los ojos fatigosamente. Era un hombre corpulento. Como un leño. Naufragado. Respiraba con dificultad, pero aun así logró decir algunas palabras:
–No te voy a preguntar cuál ha sido el veredicto -le dijo a su esposa-. Lo veo en tu cara.
En silencio, sin dejar caer una sola lágrima, esperó al lado de su marido. Él tan sólo la había mirado una vez, un instante. Todo el interés del preso parecía centrado en sus hijos. La niña era la que estaba más cerca de su padre, y él la miraba con una sonrisa desdibujada.
La pobre criatura parecía entender el significado del silencio de su padre. Llorando desconsoladamente, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso:
–Papá, guapo. Ven a casa y yo te cuidaré.
El médico observó que en el rostro del padre se producía un cambio. Las demás personas presentes no lo advirtieron. Al preso se le puso el corazón en un puño; presintió que se acercaba el momento de la despedida.
–Llévate a la niña -le dijo a la madre en voz baja. El médico le ayudó a tomar un trago de coñac, y le tomó el pulso. Apenas lo notó. El preso se rehizo durante un instante, y buscó ansiosamente a su hijo.
–El niño -susurró-. Quiero ver a mi hijo.
Cuando su esposa le acercó el niño, el médico le dijo en voz baja a la mujer:
–¡Si tiene algo que decir a su marido, hágalo rápido!
Ella se puso a temblar, y cogió la fría mano de su esposo. Cuando el preso sintió el contacto, por un momento pareció recobrar fuerzas. Le pidió que se inclinara.
–Si te escribo ahora una carta aquí en la celda -le susurró-, querrán verla -hizo una pausa para coger aire, y pronunciando las palabras entrecortadamente, dijo:
–Cógeme el brazo izquierdo y remángame la camisa.
Ella le desabrochó el botón de la camisa de lino. En la cara interior del puño, escritas en rojo como de sangre, podían leerse las siguientes palabras: "Mira en la camisa que está en mi baúl".
–¿Para qué? – preguntó ella.
El preso la miró con miedo.
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