Sus labios se desvanecieron en el vano intento de darle una respuesta. Ella se inclinó sobre él. Él suspiró. Y con el aire de su último suspiro movió los mechones de pelo que caían sobre la frente de su esposa.

El médico señaló a los niños:

–Llévese a estos pobrecitos a casa -dijo-. Han visto a su padre por última vez.

La señora Westerfield obedeció en silencio; tenía sus motivos para querer llegar a casa lo antes posible.

Lo primero que hizo al cruzar la puerta fue dejar a los niños al cuidado del criado. Luego se metió en la habitación de su difunto marido, echó el cerrojo y sacó la poca ropa que quedaba en el baúl.

Cogió una camisa. Estaba fabricada con un material ordinario, tenía el acostumbrado diseño a rayas blancas y azules. Buscó, pero sus dedos, quizás insuficientemente sensibles, no notaron nada en el reverso de la tela. Volvió el baúl hacia la luz y descubrió, en una de las rayas azules de la camisa, una mancha delgada y brillante que parecía un lamparón de goma seca. Se detuvo un instante para pensar; luego cogió un estilete e hizo un corte en la tela. Por la hendidura asomó algo de color blanco. Lo sacó. Era un trozo de papel doblado.

Una carta escrita a mano por su marido. Cuando la desdobló, una hoja pequeña de papel cayó al suelo. La recogió. En la carta aparecían letras, figuras y cruces, distribuidas en líneas, y mezcladas con tal confusión que no tenían, desde luego, ningún sentido.

3. LA CARTA

La señora Westerfield dejó a un lado el misterioso pedazo de papel y volvió a coger la carta por si ésta podía aclararle el enigma. Esta vez sí que se quedó de piedra. La carta iba dirigida "a la señora Roderick Westerfield", y comenzaba de un modo muy brusco, sin ninguna de las acostumbradas formalidades. ¿Quería eso decir que en el momento de escribir la carta, su marido estaba enfadado con ella?

Más bien, lo que quería decir era que su marido desconfiaba de ella. El señor Westerfield lo expresaba en estos términos:

Te escribo esta carta antes de que empiece el juicio. Si el veredicto me es favorable, destruiré lo que he escrito. Si me hallan culpable, tendrás que ser tú quien haga lo que debería haber hecho yo.

El inmerecido infortunio que ha caído sobre mí empezó con la llegada de mi barco a Río. Cuando nuestro segundo de a bordo terminó su servicio de ese día, pidió permiso para bajar a tierra, y desapareció para siempre. Ignoro por completo el motivo de su deserción. Yo quería sustituirle promocionando al mejor marinero de a bordo, pero los agentes de los dueños del barco no admitieron mi propuesta, y pusieron a un hombre de su confianza.

De qué nacionalidad era este hombre, es algo que también ignoro. El nombre que él me dio fue Beljames, y los informes decían que era un caballero arruinado. Fuera quien fuese, sus modales y su forma de hablar eran cautivadores. Caía bien a todo el mundo.

Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras), regresé a Inglaterra en la primera ocasión que tuve, y Beljames se vino conmigo.

Poco después de llegar a mi casa de Londres, un buen amigo me advirtió, en privado, que mis patrones habían decidido querellarse contra mí por haber encallado el barco a propósito y, lo que resulta todavía más cruel, por haber robado los diamantes. Al segundo de a bordo, Beljames, que era quien estaba al mando del barco cuando éste enrocó, lo acusaron de lo mismo.