Yo sabía que era inocente y, por supuesto, decidí afrontar el juicio. Lo que yo no sabía era qué haría Beljames. ¿Seguiría mi ejemplo? ¿O intentaría escapar a la menor oportunidad?

Pensé que mi obligación como amigo suyo era advertirle de la situación. Pero no sabía dónde encontrarle. Nada más llegar nuestro barco al puerto de Falmouth, en Cornwall, nos habíamos separado, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Le di mi dirección en Londres, pero él no me dio la suya.

Durante el viaje de vuelta, Beljames me contó que le habían dejado en herencia una casa pequeña con jardín en St. John’s Wood, Londres. Su agente le había escrito una carta informándole de que la casa estaba en ruinas, y le había aconsejado que buscara a alguien que quisiera adquirirla a buen precio. Esto parecía justificar su estancia en Londres, donde le iba a resultar más fácil encontrar un comprador.

Mientras yo no dejaba de pensar en todo esto, alguien me dijo que una dama deseaba verme. Resultó ser la dueña de la casa en la que Beljames estaba hospedado. Una mujer decente. Traía un mensaje inquietante. Beljames se estaba muriendo, y deseaba hablar conmigo. Fui inmediatatamente a verle.

Cuando uno tiene que contarle sus problemas a alguien, es mejor ser breve.

Beljames había oído hablar de la querella que querían ponernos. La muerte se encargó de que no tuviera tiempo de explicarme cómo se había enterado de ello. El pobre se había envenenado. Si fue por el terror que le infundía el juicio, o por remordimiento de conciencia, no es de mi incumbencia. Para desgracia mía, lo primero que hizo fue hacer salir de la habitación a la dueña y al médico. Y luego, cuando ya estábamos los dos solos, confesó que había cambiado el rumbo del barco a propósito, y que había robado los diamantes.

Si he de ser justo con él, tengo que reconocer que el pobre hombre se mostró en todo momento angustiado por los problemas que podría causarme con su delito.

Después de haber aliviado su mente con la confesión, me entregó la hoja de papel (escrita en lenguaje cifrado), que encontrarás dentro del sobre. "Ahí tienes la nota que explica donde están escondidos los diamantes", me dijo. Yo soy una de las muchas personas que no saben absolutamente nada acerca de mensajes cifrados, y así se lo dije. "Es así como guardo el secreto", dijo él. "Escribe lo que te voy a dictar, y sabrás lo que significa. Primero levántame." Cuando lo hice, empezó a mover la cabeza de un lado a otro. Estaba angustiado. Tenía muchos dolores. Pero se las compuso para indicarme dónde tenía la pluma, la tinta, y el papel. Estaban en una mesa que tenía a su lado, la misma en la que el médico había estado escribiendo. Le dejé un momento, para arrastrar la mesa hasta la cama. En ese momento lanzó un gemido, y pidió ayuda.