¿ Siguió las indicaciones recibidas en la colmena? ¿Llegó por casualidad? La observación era insuficiente,, pero las circunstancias no me permitieron continuarla. Solté, las abe-jas, «cebadas» y mi gabinete se vió muy pronto invadido por una zumbadora muchedumbre, a la que habían enseñado por su método habitual, el camino del tesoro6.
X
Sin deducir nada de este experimento incompleto, muchos otros rasgos curiosos nos obligan a admitir que las abejas tienen entre sí relaciones espirituales que van más allá de un «sí,» de un no o de las relaciones elementales que se determinan por un ademán o por el ejemplo. Podría citarse, entre otros, la móvil armonía del trabajo en la colmena, la sorprendente división de la tarea, la marcha regular que en ella se observa. He comprobado, por ejemplo, que las cosechadoras que había marcado por la mañana, se ocupaban por la tarde, siempre que las flores no fueran muy abundantes, en calentar o ventilar los huevecillos, o bien las descubría, repetido el experimento al brillar los primeros soles de esta primavera ingrata. Me ha dado el mismo resultado negativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío, observador muy hábil y muy sincero, a quien sometí el problema, me escribe que acaba de obtener, valiéndose del mismo procedimiento, cuatro comunicaciones indiscutibles. El hecho exige ser verificado, y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencido de que mi amigo se ha dejado llevar al error por su deseo, muy natural, de ver su experimento coronado por el éxito. La multitud que forma las misteriosas, cadenas adormecidas en medio de las cuales trabajan las cereras y las escultoras. He observado también que las obreras que veía recogiendo polen durante un día e dos, no lo llevaban ya al siguiente y volvían a salir en busca de néctar y recíprocamente.
6 He repetido el experimento al brillar los primeros soles de esta primavera ingrata. Me ha dado el mismo resultado negativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío, observador muy hábil y muy sincero, a quien sometí el problema, escribe que acaba de obtener, valiéndose del mismo procedimiento, cuatro comunicaciones indiscutibles. El hecho exige ser verificado, y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencido de que mi amigo se ah dejado llevar al error por su deseo, muy natural, de ver su experimento coronado por el éxito.
Podría citarse, también, en cuanto a la división del trabajo, lo que el célebre, apicultor francés Georges de Layens llama la distribución de las abejas sobre las plantas melíferas. Todos los días, desde la primera hora de sol, desde la vuelta de las exploradoras de la aurora, la colmena que despierta escucha las buenas noticias de la tierra: «Hoy florecen los tilos del borde del canal, el trébol blanco ilumina la hierba de los caminos, la coronilla y la salvia de los prados van a abrir, los lirios y las rosas rebosan de polen.» ¡Pronto! hay que organizarse, que tomar medidas, que distribuir la tarea. Cinco mil de las más robustas irán hasta los tilos, tres mil de las más jóvenes animarán el trébol blanco. Estas aspiraban ayer el néctar de las corolas, hoy, para, que descanse la lengua y las glándulas del estómago, irán a recoger el polen rojo del rosedal, aquéllas el Po-len amarillo de los grandes lirios, porque no veréis nunca que una abeja recoja o mezcle polea de distinto color o especie, y la colocación metódica en los graneros, de acuerdo con los matices y el origen de la hermosa harina perfumada es una de las grandes preocupaciones de la colmena. Así son distribuidas las órdenes por el genio oculto. Las trabajadoras salen en seguida en largas filas y cada cual vuela derecho a su tarea. «Parece -dice Layens,– que las abe-jas estén perfectamente informadas, respecto de la localidad, el valor melífero y la relativa distancia de todas las plantas que, se hallan en cierto radio, en torno de la colmena. Si se observa con cuidado las diversas direcciones que toman las recolectoras, y si se va ver en detalle la cosecha de las abejas en las diversas plantas de los contornos comprobamos que las obreras se distribuyen sobre las flores proporcionalmente al número de plantas de la misma especie y a su riqueza melífera a la vez. Aún hay más: cada día calculan el valor del Mejor líquido melífero que pueden cosechar. Si, por ejemplo, en la primavera, después del florecimiento de los sauces, y cuando nada ha florecido aún en los campos, las abejas no tienen más recurso que, las primeras flores de los bosques, puede vérselas visitando activamente las anémonas, las pulmonarlas, las aliagas y las violetas. Algunos días después, cuando florecen en gran número los campos de coles o de colza, se verá que las abejas abandonan casi por completo la visita a las plantas de los bosques, todavía en pleno florecimiento, para consagrarse a vigilar a las flores de col o de colza. Todos los días organizan así su distribución en las plantas, para cosechar el mejor líquido azucarado en el menor tiempo posible. Puede decirse que la colonia de las abejas, tanto en sus trabajos de cosecha como en el entorno de la colmena, sabe establecer una distribución racional del número de las obreras, aplicando a ella el principio de la división del trabajo.»
XI.
Pero, se dirá, ¿ qué nos importa que las abe-jas sean más o menos inteligentes? ¿Por qué pesar de ese modo, con tanto cuidado, una pequeña huella de materia casi invisible, corno si se tratara de un fluido de que dependieran los destinos del hombre? Creo, sin exagerar, que el interés que en ello tenemos, es de los más apreciables. Al hallar fuera de nosotros una huella, real de inteligencia, experimentamos algo como la emoción de Robinson al descubrir la señal de un pie humano en la playa de su isla. Parece, que estamos menos solos de lo que creíamos. Cuando tratamos de darnos cuenta de la inteligencia de las abejas, estudiarnos en ellas, en definitiva, lo más precioso de nuestra substancia, un átomo de esa materia extraordinaria que, donde quiera que se fije, tiene la, propiedad magnífica de transfigurar las ciegas necesidades, organizar, embellecer y multiplicar la vida, mantener en suspenso, de un modo más sorprendente, la fuerza obstinada de la muerte y la gran ola inconsiderada, que arrastra casi todo cuanto existe en una inconsciencia eterna.
Si fuéramos los únicos que poseyéramos y mantuviéramos una partícula de materia en ese estado particular de florescencia o de incandescencia que llamamos la inteligencia, tendríamos algún derecho a creernos privilegiados e imaginarnos que la Naturaleza arriba, en nosotros a una especie de meta; pero, he ahí toda una categoría de seres, los himenópteros, en que arriba a una meta poco más o menos idéntica. Esto no resuelve nada, si se quiere, pero el hecho no deja por eso de ocupar un puesto honroso entre la multitud de pequeños hechos que contribuyen a aclarar nuestra posición sobre la tierra.
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