Se halla en esto, desde cierto punto de vista, una contraprueba de la parte más indescifrable de nuestro ser; superposiciones de destino que dominamos desde un lugar más elevado que ninguno de los que alcanzaremos para contemplar los destinos del hombre. Vese aquí, en pequeño, grandes y sencillas líneas que nunca hemos tenido oportunidad de desenredar ni de seguir hasta el fin en nuestra, esfera desmesurada. Obsérvase el espíritu y la materia, la especie y el individuo, la evolución y la permanencia, el pasado y el porvenir, la vida y la muerte, acumuladas en una chocilla que nuestra mano levantaría y que abarcamos de una mirada y uno puede preguntarse si la potencia de los cuerpos y el lugar que ocupan en el tiempo y el espacio, modifican tanto como creemos la idea secreta de la Naturaleza, que, nos esforzamos por sorprender en la pequeña historia de la colmena secular en pocos días, como en la gran historia de, los hombres, tres de cuyas generaciones desbordan de un largo siglo.
XII
Reanudemos, pues, donde la habíamos dejado la historia de nuestra colmena, para apartar cuanto sea posible, uno de los pliegues de la cortina de guirnaldas en cuyo centro comienza el enjambre a sufrir ese extraño sudor casi tan blanco como la nieve y más ligero que el plumón de un ala. Porque la cera que nace no se parece a la que conocemos: es inmaculada, imponderable, parece realmente el alma de la miel que es a su vez el espíritu de las flores, evocada en un encantamiento inmóvil, para convertirse más tarde, en nuestras manos, sin duda como recuerdo de su origen en que hay tanto azur, perfume, espacio cristalizado, rayos sublimados de luz, de pureza, de magnificencia, la perfumada iluminación de nuestros postreros altares.
XIII
Muy difícil es seguir las diversas faces de la secreción y el empleo de la cera en un enjambre que comienza a edificar. Todo pasa en el fondo de la muchedumbre, cuya aglomeración cada vez más densa debe producir la temperatura favorable, a esa exudación el privilegio de las abejas más jóvenes. Huber, el primero que las estudió con una paciencia increíble y a costa de peligros a veces serios, consagra a estos fenómenos más de doscientas cincuenta páginas interesantes pero forzosamente confusas. Yo, que no hago una obra técnica, me limitaré, valiéndome cuando sea necesario de lo que él observó, a relatar lo que puede ver cualquiera que haya recogido un enjambre en una colmena con cristales.
Confesemos desde un principio que todavía no se sabe por medio de qué alquimia se transforma la miel en cera en el cuerpo lleno de enigmas de nuestras abejas suspendidas. Se comprueba solamente que al cabo de dieciocho a veinticuatro horas de espera, en una temperatura tan elevada que se creería que arde, una llama en el hueco de la colmena, aparecen unas escamitas blancas en la abertura de los cuatro pequeños bolsillos de cada lado del abdomen de la abeja.
Cuando la mayor parte de, las que forman el cono tienen ya el vientre galoneado con esas laminitas de marfil, se ve, de pronto que una, de ellas, como asaltada por repentina inspiración, se destaca de, la multitud, trepa rápidamente a lo largo de la pasiva muchedumbre, hasta la cima interna de la cúpula, y se une sólidamente a ella, apartando a cabezazos a las compañeras que embarazan sus movimientos. Tomo, entonces con las patas y la boca una de las ocho placas que lleva en el vientre, la roe, la acepilla, la ablanda, la amasa con su saliva, la pliega y la endereza, la aplasta y la vuelve a formar, con la habilidad de un carpintero que manejara una tabla maleable. Por fin, cuando la substancia amasada de ese modo le parece de las dimensiones y la consistencia deseadas, la aplica a la cima, de la cúpula de la nueva ciudad, porque se trata de una ciudad al revés, que baja del cielo y no se eleva del seno de la tierra como las ciudades humanas.
Hecho esto, ajusta a esa clave de la bóveda suspendida en el vacío, otros fragmentos de cera que va tomando de, abajo de sus anillos de cuerno; da al conjunto un lengüetazo final, un postrer golpe de antenas, y luego, tan bruscamente como llegó, se retira y pierde entre la multitud.
Inmediatamente la reemplaza, otra, que reanuda el trabajo donde la anterior lo dejó y agrega el suyo, endereza lo que no le parece conforme con el plano ideal de la tribu, y desaparece a su vez, mientras una tercera, una cuarta, una quinta, le suceden, en una serie de apariciones inspiradas y repentinas, sin que ninguna acabe la obra y llevando todas su parto a la unánime labor.
XIV
Un pedacito de cera informe todavía pende entonces de lo alto de la bóveda. Cuando parece lo bastante grande, se ve surgir del racimo otra abeja cuyo aspecto difiere sensiblemente del de las fundadoras que la han precedido. Podría creerse, al ver la certeza de su determinación y la expectativa, de las que la rodean, que, es una especie de ingeniero iluminado que, señala de, pronto en el vacío el sitio que debe ocupar la primera celda, de la, que tienen que depender matemáticamente, todas las demás. Sea como sea, la abeja pertenece a la clase de las obreras escultoras o cinceladoras que, no producen cera y se contentan con trabajar los materiales que se les suministran. Elige, pues, la posición de la primera celda, ahueca un momento el pedazo de cera, llevando hacia los bordes que se elevan en rededor de la cavidad la que saca del fondo. Después, y como lo hacían las fundadoras, abandona de repente su esbozo, una obrera impaciente la reemplaza, y sigue su obra, que una tercera acabará, mientras las otras comienzan alrededor, con el mismo método de trabajo no interrumpido y sucesivo, el resto de la superficie y el lado opuesto de la pared de cera. Diríase que una ley esencial de la colmena divide en-- ella el orgullo de la tarea, y que toda obra debe ser allí común y anónima, para que sea fraternal…
XV
Pronto se vislumbra el panal naciente. Todavía es lenticular, porque los pequeños tubos prismáticos que lo componen, desigualmente prolongados, van acortándose en una degradación regular del centro a la extremidades. En ese momento tiene más o menos el aspecto y el espesor de una lengua humana formada en sus dos caras por celdas hexágonales juxtapuestas y unidas por la parte trasera.
Cuando están construidas las primeras celdas, las fundadoras fijan en la bóveda un segundo y luego un tercero y un cuarto pedazo de cera. Esos pedazos se escalonan a intervalos regulares y calculados de tal manera que, cuando los panales hayan adquirido toda su fuerza, lo que sólo sucede mucho más tarde, las abejas tendrán siempre el espacio necesario para circular entre los tabiques paralelos.
Es necesario, pues, que en su plano prevean el espesor definitivo de cada panal, que es de veintidós o veintitrés milímetros, y al propio tiempo el ancho de las calles que los separan y que deben tener alrededor de once milímetros de ancho, es decir, el doble de la altura de una abeja, pues tendrán que, pasar espalda con espalda entre los panales.
Por otra parte, no son infalibles, y su certidumbre no parece maquinal. En circunstancias difíciles suelen cometer errores bastante grandes. Muy a menudo media demasiado o muy poco espacio entre los panales. Esto lo remedian lo mejor que pueden, sea haciendo oblicuar el panal demasiado próximo, sea intercalando en el vacío sobrado grande, un panal irregular. «A veces se equivocan -dice Réaumur- y este hecho parece ser uno de los que prueban que raciocinan.»
XVI
Sabido es que las abejas construyen cuatro especies de celdas. En primer lugar las celdas reales, que son excepcionales y se parecen a una bellota, en seguida, las grandes celdas destinadas a la cría de los machos y al almacenamiento de las provisiones cuando las flores superabundan, luego las pequeñas celdas que sirven de cuna a las obreras y de almacenes ordinarios y que, normalmente, ocupan cerca de los ocho décimos de la superficie edificada en la colmena. Y por último, para, unir sin desorden las grandes a las pequeñas, construyen cierto número de celdas de transición. Fuera de la inevitable irregularidad de estas últimas, las dimensiones del segundo y del tercer tipo están tan bien calculadas, que cuando iba a establecerse el sistema decimal y se buscaba en la Naturaleza una medida fija que pudiera servir de. punto de partida y de patrón incontestable, Réaumur propuso el alvéolo de la abeja[6]. Cada uno de esos alvéolos es un tubo hexagonal colocado sobre una base piramidal, y cada, panal está formado por dos capas de esos tubos, opuestos por la base, de tal modo que cada uno de los tres rombos o losanges que constituyen la base piramidal de una celda del anverso, forma al mismo tiempo la base también piramidal de tres celdas del reverso.
En estos tubos prismáticos se almacena la miel. Para evitar que dicha miel se escapo durante el tiempo de su maduración, lo que sucedería inevitablemente si fueran horizontales en la estrictez de la palabra como parecen serlo, las abejas los levantan ligeramente, dándoles un ángulo de cuatro o cinco grados.
«Además del ahorro de cera – dice Réanmur- considerando el conjunto de esta maravillosa construcción, además de la economía de cera que resulta de la disposición de las celdas, además de que por medio de esta disposición las abejas llenan el panal sin que quede vacío alguno, resultan otras ventajas respecto a la solidez de la obra. El ángulo del fondo de cada celda, la cuna de la cavidad piramidal, tiene por estribo la arista que forman juntas las dos caras del hexágono de otra celda.
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