Esta filosofía no es desanimadora, es varonil y reconfortante. Incita a trabajar por mero gusto, por el dignificante honor de trabajar, de elevarse un tanto más en la escala del conocimiento, sabiendo de antemano que los adelantos que se realizan serán de poca monta, algo como una insignificancia en comparación de la inmensidad del problema acometido, pero una insignificancia que, en relación con lo insignificante que somos, tendrá asimismo gran mérito. Hay momentos en que la exposi

ción de esta noble doctrina inviste un interés dramático, y esto, agregado a la primorosa delicadeza literaria de otros trozos, constituye en resumen un librito de un encanto poco común.

Buenos Aires, 1909

LIBRO PRIMERO

En el umbral de la colmena.

I

No es mi intención escribir un libro de apicultura ni de cría de abejas. Todo los países civilizados los poseen excelentes, y sería inútil rehacerlos. Francia tiene los de Dadant, de Georges, de Layens y Bonnier, de Bertrand, de Hamet, de Weber, de Clément, del abate Coilin, etc. Los países de lengua inglesa tienen los de Langstroth, Bevan, Cook, Cheshire, Cowan, Root y sus discípulos. Alemania tiene los de, Dzierzon, von Berlespeh, Pollmann, Vogel y muchos otros.

No se trata tampoco de una monografía científica, de la Apis mellifica, Ungustica, fasciata, etc., ni de un conjunto de observaciones o de estudios nuevos. Casi nada diré que no sea conocido por cuantos hayan frecuentado un tanto las abejas. Deseando que mi trabajo no resulte pesado, reservo para obra más técnica cierto número de experimentos y de observaciones que he hecho, durante mis veinte años de apicultura, y cuyo interés es en demasía limitado y esencial. Quiero hablar sencillamente de las blones avettes[1] de Ronsard, como se habla a quien no lo conoce, de un objeto que se conoce y se ama. No me propongo adornar la verdad, ni substituir, según el justo reproche de Réaumur a cuantos de ellas se ocuparon antes que él, lo maravilloso de complacencia o imaginario, a lo maravilloso real. Mucho de maravilloso hay en una colmena, pero eso no es razón para añadírselo. Por lo demás, ya hace largo tiempo que, he renunciado a buscar en este mundo maravilla más interesante y hermosa que la verdad, o al menos que el esfuerzo del hombre para conocerla. No nos esforcemos por encontrar la grandeza de la vida en las cosas inciertas. Todas las cosas muy seguras son muy grandes, y hasta ahora no la conocemos bajo todas sus fases. No afirmaré, pues, nada que no haya verificado yo mismo o que no esté admitido de tal manera por los clásicos de la apidología, que toda verificación sea ociosa. Mi parte se limitará a presentar los hechos de una manera igualmente exacta, pero algo más viva, a mezclarlos con algunas reflexiones más desarrolladas y más libres, a agruparlos de un modo algo más armonioso que el que cabe en una gula, en un manual práctico o en una, monografía científica. Quien haya leído este libro no se hallará en condiciones de dirigir una colmena, pero conocerá más o menos todo cuanto se sabe de seguro, de curioso, de profundo y de íntimo acerca, de sus habitantes. No es nada en comparación de lo que queda por averiguar. Pasaré por alto todas las tradiciones erróneas que constituyen todavía en el campo y en muchos libros, la fábula del colmenar. Cuando haya duda, desacuerdo, hipótesis, cuando toque, lo desconocido, he de declararlo lealmente. Ya se verá que nos detenemos a menudo ante lo desconocido. Fuera de los grandes actos sensibles de su policía y de su actividad, nada muy preciso se sabe sobre las fabulosas hijas de Aristeo. A medida que se las cultiva se aprende, a ignorar más las profundidades de su existencia real, pero esa es ya una manera de, ignorar mejor que la ignorancia inconsciente, y satisfecha que constituye el fondo de nuestra ciencia de la vida, y eso es probablemente todo cuanto el hombre puede vanagloriarse, de aprender en este mundo.

¿ Existía algún trabajo, análogo sobre la abeja? En cuanto a mí, aunque crea haber leído casi todo cuanto se ha escrito sobre ella, no conozco, en el género, sino el capitulo que le reserva Michelet al final del Insecto, y el ensayo que le consagra Ludwig Büchner, el célebre autor de Fuerza y Materia, en su Geistes-Leben der Thiere. Michelet ha desflorado apenas el asunto; en cuanto a Bilelmer, su estudio es, bastante completo, pero leyendo sus afirmaciones aventuradas, sus rasgos legendarios, los rumores desde hace mucho desdeñados que contiene, sospecho que no ha salido de su biblioteca para interrogar a sus heroínas, y que nunca ha, abierto una sola de las zumbantes colmenas, como inflamadas de alas, que es necesario violar antes que nuestro instinto se amolde a su secreto, antes de quedar impregnado por la atmósfera, el perfume, el espíritu, el misterio de las vírgenes laboriosas. Aquello no huele a miel ni a abeja, y tiene el defecto de muchos de nuestros libros sabios, cuyas conclusiones son a menudo preconcebidas, y cuyo aparato científico está formado por un enorme cúmulo de anécdotas dudosas y tomadas de todas las manos. Por lo demás, rara vez me encontraré con él en mi trabajo, porque nuestros puntos de partida, nuestros puntos de vista y nuestros objetos son muy diversos.

II

La bibliografía de la abeja (comencemos por los libros para quedar más pronto libres de ellos y llegar a la fuente misma, de esos libros), es de las más extensas. Desde el origen, ese pequeño ser extraño, que vivo en sociedad, bajo leyes complicadas y que ejecuta en la sombra trabajos prodigiosos, atrajo la curiosidad del hombre. Aristóteles, Catón, Varron, Plinio, Colummella, Palladio, se ocuparon de ella, sin hablar del filósofo Aristomaco que, según dice Plinio, las observó durante cincuenta, y ocho años, y de Phylisco de Thasos, que vivió en lugares desiertos, para, no ver sino abejas, y recibió el sobrenombre de El Salvaje. Pero esa es más bien la leyenda de la abeja, y todo lo que de ello se puede sacar, es decir, casi nada, se encuentra resumido en el canto cuarto de las Geórgicas de Virgilio.

Su historia no comienza hasta el siglo XVII, con los descubrimientos del gran sabio holandés Swammerdam.