Lo más sorprendente, cuando se sigue con la mirada en una colmena de cristales, la marcha de esos acontecimientos, es que jamás se observa la menor vacilación, la más mínima división.
No se halla señal alguna de discordia o de discusión. Reina exclusivamente una unanimidad preestablecida, tal es la atmósfera de la ciudad y cada abeja parece saber de antemano lo que han de pensar las demás. Sin embargo, el momento es uno de los más graves para ellas: aquel es, hablando con propiedad, el minuto vital de la ciudad. Deben elegir entre tres o cuatro partidos que, tendrán consecuencias lejanas, totalmente distintos y que una pequeñez puede hacer funestos. Tienen que conciliar la pasión en el deber innato de la multiplicación de la especie con la conservación de la casta y sus vástagos. Algunas veces se equivocan, lanzan sucesivamente tres o cuatro enjambres que debilitan por completo la ciudad madre y que, demasiado débiles también para organizarse lo bastante, pronto, sorprendidos por nuestro clima que no es el suyo de origen, del que las abejas conservan el recuerdo a pesar de todo, sucumben a la entrada del invierno. Son víctimas, entonces, de, lo que se llama la «fiebre, de la enjambrazón,» que. es, como la fiebre común, una especie de reacción demasiado ardiente de la vida, reacción que va más allá de su objeto, cierra el círculo y encuentra la muerte.
V
Ninguna de las resoluciones que van a tomar parece imponerse, y si el hombre permanece como simple espectador, no puede prever la, que elegirán. Pero lo que demuestra que la elección es siempre razonada, es que el hombre puede influir en ella, hasta determinarla, modificando ciertas circunstancias, disminuyendo o aumentando, por ejemplo, el espacio que, acuerda, sacando panales llenos de miel para substituirlos con panales, vacíos pero provistos de celdas de obreras.
Trátase, pues, no de que sepan si han de lanzar en seguida un segundo o un tercer enjambre, podría decirse que eso no era más que una resolución ciega, que obedeciera a los caprichos o las incitaciones aturdidas de una hora favorable, trátase de que tomen al instante y por unanimidad medidas que, las permitan lanzar el segundo enjambre tres o cuatro días después del nacimiento de la primera, reina, y el tercero tres días después de la salida de la reina joven a la cabeza del segundo enjambre. No puede negarse que aquí se encuentra todo un sistema, toda una combinación de previsiones, que abraza un espacio considerable de tiempo, sobre todo si se le compara con la brevedad de su vida
VI
Estas medidas se refieren a la guardia de las jóvenes reinas, todavía amortajadas en sus caracoles de cera. Supongo ahora que las abejas consideran más sensato no lanzar el segundo enjambre. En este caso, aún son posibles dos partidos. ¿Permitirán a la primogénita de las vírgenes reales, a la que hemos visto nacer, que destruya a sus hermanas enemigas, o aguardarán que haya realizado la peligrosa ceremonia del «vuelo nupcial,» del que puede depender el porvenir de la nación? A menudo autorizan la matanza, inmediata; a menudo, también, opónense a ella, pero bien se comprende, que es difícil sacar en limpio si lo hacen previendo una segunda enjambrazón o los peligros del «vuelo nupcial,» porque más de una vez se ha observado que después de decretar la segunda enjambrazón, han renunciado bruscamente a ella, y destruido toda la descendencia predestinada, sea porque el tiempo se hubiera puesto propicio, sea por cualquier otra razón que, no podemos penetrar. Pero admitamos que hayan juzgado mejor renunciar a la enjambrazón, y aceptar los riesgos del «vuelo nupcial.» Cuando nuestra joven reina, impulsada por su deseo, se acerca a la, región de las grandes cunas, la guardia se aparta a su paso. La soberana, presa de, sus furiosos celos, se precipita sobre la primera cápsula que encuentra, y con patas y dientes se esfuerza por despedazar la cera. Lo consigue, arranca violentamente el capullo que tapiza la mansión, desnuda a la dormida princesa, y si su rival tiene ya formas determinadas, se vuelve, introduce el aguijón en la celda, y lo esgrime frenéticamente hasta que la, cautiva sucumba a las heridas del arma ponzoñosa. Entonces se tranquiliza, satisfecha, con la, muerte que pone, un limite misterioso al odio de, todos los seres, envaina su aguijón, lánzase sobre otra cápsula y la abre, para pasar adelante si no encuentra en ella más que una larva o una, ninfa imperfecta, y no se detiene hasta el momento en que, sofocada, extenuada, sus uñas y sus dientes resbalan sin fuerza por las paredes de cera.
Las abejas que, se hallan en torno contemplan su cólera sin tomar parte en ella, y se apartan para dejarla el campo libre; pero a medida que van quedando celdas perforadas y devastadas, acuden a ellas, sacan y arrojan fuera de la colmena el cadáver, la larva viva, aún e la ninfa violada, y se hartan ávidamente con la preciosa papilla real que llena el fondo del alvéolo. Luego, cuando su reina, rendida, abandona su furor, ellas mismas acaban la matanza, de los inocentes, y la raza y las casas soberanas desaparecen.
Esta, junto con la ejecución de los machos, más disculpable por otra parte, es la hora horrible de la colmena, la única en que las obreras permiten que la discordia y la muerte invadan sus mansiones. Y como sucede a menudo en la Naturaleza, las privilegiadas del amor son las que atraen sobre ellas las flechas extraordinarias de la muerte violenta.
A veces, pero el caso es raro, porque las abejas toman precaucio nes para evitarlo, a veces nacen simultáneamente dos reinas. Entonces al salir de la cuna se traba el combate, inmediato y mortal, del que Huber fue el primero que señaló una particularidad bastante extraña:
cada vez que, en sus ataques, ambas reinas cubiertas de coraza, se colocan en una posición tal que esgrimiendo el aguijón ambas se herirían recíprocamente diríase que como en los combates de la Ilíada, un dios o una diosa, que quizá sea el dios o la diosa de la raza, se interpone, y las guerreras, asaltadas por espantos concordantes, se separan y huyen, desaladas, para reunirse poco después y huir de nuevo si el doble desastre vuelve a amenazar el porvenir de su pueblo, lista que
una, de ellas logra sorprender a su rival imprudente o torpe, y matarla sin peligro, porque la ley de la especie sólo exige un sacrificio.
VII
Después que la joven soberana ha destruido las cunas y muerto su rival, es aceptada, por el pueblo, y ya no le falta, para reinar verdaderamente y verse tratada como lo era su madre, sino realizar el vuelo nupcial, pues las abejas no se ocupan de ella, y le rinden pocos homenajes mientras es infecunda. Pero, su historia suele ser a menudo menos sencilla, y las obreras renuncian rara vez a hacer un segundo enjambre.
En este caso, como en el otro, y llevada por el mismo objeto, se acerca a las celdas reales, pero en lugar de hallarse en ellas con criadas sumisas que la animen, tropieza con una guardia numerosa y hostil que le cierra, el paso. Irritada e impulsada por su idea fija, la reina, trata de forzar o burlar el bloqueo pero por todas partes encuentra centinelas que velan por las princesas dormidas. Se obstina, vuelve a la carga, se la rechaza cada vez más bruscamente, llega a maltratársela, hasta que comprende de una manera informe que aquellas pequeñas obreras representan una ley ante la que debe cederla otra qu la anima.
Aléjese, por fin, y su cólera no satisfecha se pasea de panal en panal, haciendo resonar en ellos el canto de guerra e el lamento amenaza, el que todo apicultor conoce, que asemeja el sonido de una trompeta argentina y lejana y que es tan poderoso en su debilidad enconada, que se oye, sobre todo de noche, a tres o cuatro metros de distancia a través de las dobles paredes de la colmena mejor cerrada.
Ese grito real tiene sobre las obreras una influencia mágica. Las sumerge en una especie de terror y de, estupor respetuoso, y cuando la reina lo lanza sobre las celdas prohibidas, las guardias que la rodean y la tironean se detienen bruscamente, bajan la cabeza, y aguardan inmóviles a que, haya acabado de resonar. Créese también que, gracias al prestigio de ese grito, que imita el Esfinge Atropos, puede penetrar en las celdas en que se, harta de miel, sin que las abejas piensen en atacarla.
Durante dos o tres días, a veces hasta cinco, el ultrajado gemido vaga de esa manera y llama al combate a las pretendientes protegidas. Estas se desarrollan entretanto, quieren ver la luz a su vez, y comienzan a roer las tapas de sus celdas. Un gran desorden amenaza a la república. Pero el genio de la colmena, al tomar su decisión ha previsto todas sus consecuencias, y las guardianas bien instruidas, saben hora por hora lo que tienen que hacer para guardarse de las sorpresas de un instinto contrariado y para conducir a su objeto dos fuerzas opuestas. No ignoran que si las reinas jóvenes que tratan de nacer lograran escaparse, caerían en manos de su hermana, mayor, invencible ya, que las destruiría una por una. Así, a medida que una de las emparedadas adelgaza interiormente las puertas de la torre, las obreras la cubren por el lado de afuera de una nueva capa de cera, y la, impaciente se encarniza en su trabajo, sin sospechar que está royendo un obstáculo que renace, de sus ruinas.
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