Sin embargo, todavía está virgen. Para que llegue, a ser semejante a la madre a quien reemplaza, es necesario que se encuentre con el macho dentro de los veinte, primeros días que siguen a su nacimiento. Si, por cualquier causa, este encuentro se retarda, la virginidad de la reina se hace irrevocable. Sin embargo, ya lo hemos dicho, aunque sea virgen no es estéril. Aquí nos encontramos con la gran anomalía, la precaución o el capricho sorprendente de la Naturaleza que se llama la partenogénesis, y que es común a cierto número de insectos, los Pulgones, los Lepidópteros del género Psiquis, los Himenópteros de la tribu de los Cinípedos, etc. La reina virgen es, pues, capaz de poner como si hubiera sido fecundada, pero de todos los huevos que ponga, en las celdas grandes o en las pequeñas, no nacerán sino machos y como los machos no trabajan nunca, como viven a costa de. las hembras, como ni siquiera van a saquear las flores por su propia cuenta y no pueden proveer a su alimentación, al cabo de algunas semanas después de la muerte de las últimas obreras extenuadas, sobreviene la ruina y el aniquilamiento total de la colonia.
De la virgen saldrán millares de machos, y cada uno de los machos poseerá millones de esos espermatozoarios, ninguno, de los cuales ha podido penetrar en su organismo. No es esto más sorprendente, si se quiere, que mil otros fenómenos análogos, porque al cabo de poco tiempo, cuando uno trata de resolver estos problemas, especialmente, los de la generación, en que lo maravilloso y lo inesperado brotan por todas partes y mucho más abundante, mucho más humanamente, sobre todo, que en las cuentos de hadas más milagrosos, la, sorpresa es tan habitual que no se tarda en perder la noción de ella. Pero el hecho no es menos curioso sin embargo. Por otra parte, ¿cómo poner en claro el objeto de la Naturaleza al favorecer de ese modo a los machos, tan funestos, en detrimento de las obreras, tan necesarias? ¿Temo que la inteligencia de las obreras las incline, a reducir más de lo conveniente el número de esos parásitos ruinosos pero indispensables para el mantenimiento de la especie? ¿Es ello una reacción exagerada contra la desdicha de la reina infecunda? ¿Es una, de las precauciones demasiado violentas y ciegas que no ven la, causa del mal, ultrapasan el remedio, y para precaver un accidente enojoso provocan una catástrofe? En la realidad, pero no olvidemos que, esa realidad no es en absoluto la realidad natural y primitiva, porque en el bosque, originario las colonias debían estar mucho más, dispersas que ahora, en la realidad, cuando una reina permanece infecunda, no es jamás por falta de machos, que son siempre numerosos y acuden de muy lejos. Será, más bien, que el frío o la lluvia la detengan demasiado tiempo en la colmena, y más a menudo aún, que sus alas imperfectas no le permitan levantar el gran vuelo que exige el órgano del zángano. Sin embargo, la Naturaleza, sin tener en cuenta estas causas, más reales, se, preocupa apasionadamente de la multiplicación de los machos. Desbarata otras leyes más para obtenerlos y suele encontrarse en las colmenas huérfanas, dos o tres obreras apremiadas por un deseo tal de mantener la especie, que a pesar de sus ovarios atrofiados, se esfuerzan por poner, ven que sus órganos se dilatan un tanto bajo el imperio de sus exasperado sentimiento, y logran depositar algunos huevos; pero de esos huevos, como de los de la virgen madre, sólo salen machos. Aquí sorprendemos en plena intervención una voluntad superior, pero quizá imprudente, que contraría de un modo irresistida. Semejantes intervenciones son demasiado frecuentes en el mundo de los insectos. Es curioso estudiarlas. Como ese mundo es más poblado, más complejo que los otros, a menudo se ven mejor en él ciertos designios de la Naturaleza, a quien se sorprende en medio de experimentos que podrían considerarse no concluidos. Tiene, por ejemplo, un gran deseo general que manifiesta en todas partes: el mejoramiento de la especie por el triunfo del más fuerte. Por lo común, la lucha está bien organizada. La hecatombe de los débiles es enorme, y poco importa que la recompensa del vencedor sea, eficaz y segura. Pero hay casos en que se diría que no ha tenido tiempo de desenredar su combinación en sí, en que la recompensa es imposible, en que la suerte del vencedor es tan funesta como la de los vencidos. Y para no abandonar nuestras abejas, no conozco nada más notable a este respecto que la historia de los triongulinos del Sitaris Colletis. Se verá por lo demás, que varios detalles de esa historia no son tan extraños a la del hombre como pudiera creerse.
Esos triongulinos son las larvas primarias de un parásito propio de tina abeja salvaje, obtusilingua y solitaria, la Colleta, que construye su nido en galerías subterráneas. Espían a la abeja a la entrada de esas galerías, y en número de tres, cuatro, cinco y a veces más, se prenden a sus pelos, y se le instalan sobre la espalda. Si la lucha de los fuertes contra los débiles se, realizara en ese momento, no habría lugar a nada, y todo pasaría de acuerdo con la, ley universal. Pero, no se sabe, por qué, su instinto quiere, y por consiguiente la Naturaleza ordena, que se mantengan quietos, mientras permanecen en la espalda de la abeja. En tanto que ésta visita las flores, edifica y provee las celdas, aguardan pacientemente su hora. Pero, apenas se ha puesto el huevo, todos, saltan encima y la inocente Colleta cierra cuidadosamente la celda bien provista de víveres, sin sospechar que encierra al propio tiempo en ella la muerte de su prole.
Una vez cerrada la celda, el inevitable y salvador combate de la selección natural comienza al punto entre- los triongulinos, en torno del único huevo. El más fuerte, el más diestro toma a su adversario por la juntura de la coraza, lo levanta sobre su cabeza en las mandíbulas, y lo mantiene así durante horas enteras, hasta que expira, pero, durante la lucha, otro triongulino que ha quedado solo, o que ya ha vencido a su rival, se apodera del huevo y comienza a comérselo. Es necesario, pues, que el último vencedor triunfe de ese nuevo enemigo, lo que le, es fácil, porque el triongulino que, satisface su hambre prenatal, está prendido a su huevo con tanta obstinación que no piensa en defenderse.
Lo mata, por fin, y el otro se encuentra solo en presencia del huevo tan precioso y tan bien ganado.
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