Hunde ávidamente la cabeza en la abertura practicada por su antecesor, y emprende la larga comida que ha de transformarlo en insecto perfecto y proveerlo de las herramientas necesarias para salir de la celda en que está secuestrado. Pero la Naturaleza, que quiere la prueba de la lucha, ha calculado, por otra parte, el premio del triunfo con una precisión tan avara, que un huevo entero basta apenas para la alimentación de un triongulino. «De manera dice TAL Mayet, a quien debemos el relato de estas desconcertantes desventuras de manera que a nuestro vencedor le falta todo el alimento que su postrer enemigo absorbió antes de morir, e incapaz de soportar la primera muda, muere a su vez, queda suspendido a la piel del huevo, o va a aumentar en el azucarado líquido, el número de los ahogados.
XIII
Este caso, aunque rara, vez se presente tan claro, no es único en la historia natural. Vese en él al desnudo, la, lucha entre la voluntad consciente del triongulino que quiere vivir y la voluntad obscura y general de la Naturaleza, deseosa también de que viva y hasta de que fortifique y mejore su vida, más de lo que su propia voluntad lo impulsaría a hacerlo. Pero por una inadvertencia extraña, el mejoramiento impuesto suprime la vida misma del mejor, y el Sitaris Colleti, hubiera desaparecido desde hace mucho, si algunos individuos aislados por una casualidad contraria a las intenciones de la Naturaleza, no escaparan a la excelente y previsora ley que por todas partes exige el triunfo de los más fuertes.
Ocurre, pues, que la gran potencia que nos parece inconsciente, pero necesariamente sabia, puesto que, la vida que organiza y sostiene, le da siempre, la razón, ¿ocurre, pues, que cometa errores? Su razón suprema, que invocamos cuando hemos tocado a los límites de la nuestra, ¿tiene, también sus desfallecimientos? Y si los tiene, ¿quién los corrige?
Pero volvamos a su intervención irresistible cuando toma la forma de partenogénesis. Y no olvidemos que estos problemas, planteados en un mundo que, parece tan lejano del nuestro, nos tocan muy de cerca. En primer lugar, es probable, que en nuestro propio cuerpo, que tanto nos envanece, las cosas pasen de la misma manera. La voluntad o el espíritu de la Naturaleza, al operar en nuestro estómago, nuestro corazón e la parte inconsciente de, nuestro cerebro, no debe diferir en nada del espíritu o de la voluntad que ha puesto en los animales más rudimentarios, las plantas y los mismos minerales. Además, ¿quién se atrevería a afirmar que, no se producen jamás en la esfera consciente del hombre., intervenciones más secretas pero no menos peligrosas? En el caso que nos ocupa, ¿quién tiene razón, en resumidas cuentas, la Naturaleza o la abeja? ¿Qué sucedería si ésta, más dócil o más inteligente, comprendiendo demasiado bien el deseo de la Naturaleza, la siguiera hasta el extremo, y, puesto que exige imperiosamente machos, multiplicara éstos hasta lo infinito? ¿No correría, el riesgo de destruir su especie? ¿Debe creerse que hay intenciones de la Naturaleza que es peligroso comprender y funesto seguir con tanto ardor, y que uno de sus deseos os el de que no se penetren y se sigan todos esos deseos? ¿No es ese, quizá, uno de los peligros que corre la raza humana? También sentimos en nosotros fuerzas inconscientes que quieren todo lo contrario de lo que nuestra inteligencia reclama. ¿Es bueno que esa inteligencia, que, por lo común, después de haber girado en torno de sí misma, ya no sabe dónde ir, es bueno que reúna sus fuerzas y les añada su peso inesperado?
XIV
¿Tenernos derecho de deducir del peligro de la partenogénesis que la Naturaleza, no siempre sabe proporcionar los medios, al objeto, que lo que trata de mantener se mantiene a veces merced a otras precauciones que ha tomado contra esas precauciones mismas, y a menudo también por circunstancias extrañas que no ha previsto en manera alguna? Pero, ¿ trata de mantener algo? La Naturaleza, se dirá, es una palabra con que cubrimos, lo incognoscible, y pocos hechos decisivos autorizan a atribuirle un objeto y una inteligencia. Es verdad. Aquí estamos manejando los vasos herméticamente cerrados que amueblan nuestra concepción del Universo. Para no poner invariablemente sobre ellos la inscripción desconocida que desalienta o impone silencio, les grabamos, según su forma y su tamaño, las palabras «Naturaleza», «Vida», «Muerte», «Infinito», «Selección», «Gen de la especie», y muchos otros, así como los que nos precedieron habíanles puesto los nombres de «Dios», «Providencia», «Destino», «Recompensa», etc. Eso, si se quiere y nada más. Pero si su interior permanece obscuro, por lo menos hemos ganado esto: que siendo la inscripción menos amenazadora, podemos acercarnos a los vasos, tocarlos, aplicarles el oído con saludable curiosidad.
Pero, cualquier nombre que se le ponga, lo cierto es que tino de, esos vasos, el más grande, el que lleva al costado la palabra «Naturaleza», encierra una fuerza muy real, la más real de todas, y que sabe, mantener sobre nuestro globo una cantidad y una calidad de vida, enorme y maravillosa, por medios tan ingeniosos que, puede decirse sin exageración, ultrapasan cuanto el genio del Hombre sería capaz de organizar. Esta cantidad y esta, calidad, ¿se mantendrían por otros medios? ¿ Nos engañamos cuando creemos ver precauciones en aquello en que quizá no haya más que un azar afortunado que sobrevive a un millón de desgraciadas casualidades.
XV
Puede ser; pero esas casualidades afortunadas nos dan, entonces, lecciones de admiración que igualan a las que hallaríamos más arriba de la casualidad. No nos limitemos a mirar los seres que tienen una chispa de inteligencia o de conciencia y que pueden luchar contra las leyes ciegas, no nos inclinemos siquiera, sobre los primeros representantes nebulosos. del reino animal que comienza: los Protozoarios. Los experimentos del célebre, mieroscopista M. H. J. Carter, F. R. S., demuestran, en efecto, que ya en embriones tan ínfimos como los mixomicetes, se manifiestan una voluntad, deseos y preferencias; que se notan movimientos de astucia en infusorios privados de todo organismo aparente, tales como el Amaeba que espía con disimulado, paciencia a las jóvenes Acinetas a la salida del ovario materno, porque sabe que en ese momento no tienen todavía tentáculos venenosos. Ahora bien, el Amaeba no posee ni sistema, nervioso ni órgano de especie, alguna que se pueda observar. Vamos directamente a los vegetales que son inmóviles y parecen sometidos a todas las fatalidades, y sin detenernos en las plantas carnívoras, en las Droseras, por ejemplo, que obran realmente como los animales, estudiemos más bien el genio que despliegan algunas de nuestras flores, las más sencillas, para que la visita de una abeja traiga consigo, inevitablemente, la fecundación cruzada que, les es necesaria. Veamos el juego milagrosamente combinado del rostellum, de los retináculos, de la adherencia y la inclinación matemática y automática de las polinias en el Orchis Morio, la humilde orquídea de nuestras comarcas[10]; desmontemos la doble báscula infalible de las anteras de la salvia, que acaban de tocar en tal sitio del cuerpo al insecto que la visita, para que a su vez toque en tal sitio preciso el estigma de una flor vecina; sigamos también los movimientos sucesivos y los cálculos del estigma de la Pediculariss Sylvatica; veamos cómo, a la entrada, de la abeja, todos los órganos de esas tres flores se ponen en Acción, como esos mecanismos complicados que suelen verse en las ferias de, nuestras aldeas, y que se ponen en movimiento apenas un tirador hábil ha hecho mosca, en el blanco.
" Podríamos descender más abajo aún, mostrar como lo ha hecho Ruskin en sus Ethics of the Dust, las costumbres, el carácter y las astucias de los cristales, sus querellas, lo que hacen cuando un cuerpo extraño va a trastornar sus planos, que en sus más antiguos de cuanto nuestra imaginación puede concebir, su manera de admitir o de rechazar un enemigo; la victoria posible, del más débil sobre el más fuerte, por ejemplo, el Cuarzo todopoderoso que, cede cortésmente al humilde y cazurro Epídoto, y que le permite subírsele encima, la lucha, ora horrorosa, ora magnífica del cristal de roca con el hierro, la expansión regular, inmaculada, y la pureza intransigente de tal trozo hialino que rechaza de antemano toda mancha, y el crecimiento enfermizo, la inmoralidad evidente de su hermano, que las acepta y se retuerce miserablemente, en el vacío; podríamos invocar los extraños fenómenos de cicatrización y de reintegración cristalina, dé que habla Claudio Bernard, etc. Pero esos misterios nos son demasiado extraños. Limitémonos a las flores, últimas figuras de una vida que aún tiene alguna relación con la, nuestra. Ya no se trata de animales, de insectos a los que atribuyamos una voluntad inteligente y particular por cuyo medio subsisten.
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