La Naturaleza no se ha preocupado de procurar, a esas dos abreviaturas de átomo como las llamaba Pascal, un matrimonio deslumbrante, un ideal minuto de amor. No ha tenido en vista ya lo habíamos dicho, más que el mejoramiento de la especie, por la fecundación cruzada. Para garantizarla, ha dispuesto el órgano del macho de una manera tan especial, que le es imposible hacer uso de él en otra parte que en el espacio. Es menester, primero, que dilato por medio de un vuelo prolongado sus dos grandes sacos de la tráquea. Esas enormes redomas que se hartan de cielo, empujan entonces las partes inferiores del abdomen y permiten la aparición del órgano. Tal es todo el secreto fisiológico, bastante, vulgar dirán algunos, casi enojoso afirmarán los demás, del admirable vuelo de los amantes, de la deslumbradora persecución de estas bodas magníficas.
VIII
Y nosotros -se pregunta un poeta- ¿tendremos entonces que regocijarnos siempre con la verdad?
Sí, a cada instante, con todos los motivos, en todas las cosas, regocijémonos, pero no con la verdad, lo que es imposible, puesto que ignoramos dónde se encuentra, sino con las pequeñas verdades que entrevemos. Si alguna casualidad, algún recuerdo, alguna pasión, un motivo cualquiera en una palabra, hace que un objeto se muestre a nosotros más hermoso que a los demás, que ese motivo nos sea grato. Quizá no sea más que error: el error no impide que, cuando el objeto nos parece más admirable, sea precisamente el momento en que tenemos más probabilidades de vislumbrar su verdad. La belleza que le atribuimos dirige nuestra atención a su hermosura y su grandeza reales, que no son fáciles de descubrir y se encuentran en las relaciones necesarias de todo objeto con leyes, con fuerzas generales y eternas. La facultad de admirar que hayamos hecho nacer a propósito de una ilusión, no se perderá para la verdad que ha de llegar tarde o temprano. Con palabras, con sentimientos, con el calor desarrollado por antiguas bellezas imaginarias, la humanidad acoge hoy verdades que quizá no hubieran nacido ni hubieran podido encontrar medio propicio si esas sacrificadas ilusiones no hubiesen comenzado por habitar y confortar el corazón y la razón a que las verdades van a descender. ¡Felices los ojos que no necesitan de la ilusión para ver que el espectáculo es grande! La ilusión es la que enseña a los demás a contemplar, admirar, y regocijarse, y por alto que miren, nunca mirarán demasiado arriba. Al acercarse a la verdad se eleva; al admirarla, uno se le aproxima. Y por alto que se regocijen, nunca se regocijarán en el vacío ni más arriba de la verdad ignota y eterna, que es, por encima de, todas las cosas, como la belleza en suspenso.
IX
¿Quiere esto decir que debemos apegarnos a las mentiras, a una poesía voluntaria o ideal, y que, a falta de algo mejor, sólo nos regocijaremos con ellas? ¿Quiere esto decir que en el ejemplo que tenemos ante los ojos no es nada en sí, pero nos detenemos en él porque representa otros mil y toda nuestra actitud frente a diversos órdenes de verdades, quiere esto decir que en este ejemplo descuidaremos la explicación fisiológica para saborear sólo la emoción de este «vuelo nupcial» que, cualquiera que sea su causa, es uno de los más bellos, actos líricos de la fuerza repentinamente desinteresada e irresistible a que obedecen todos los seres vivientes y que se llama el amor? Nada sería más pueril, nada más imposible, gracias a las excelentes costumbres que han tomado hoy todos los espíritus de buena fe.
Admitimos evidentemente el simple hecho de la aparición del órgano de la abeja macho, que no puede ocurrir sino a consecuencia de la hinchazón de las vesículas de la tráquea, porque el indiscutible, Pero si nos contentáramos con ello si no miráramos más allá, si indujéramos de ahí que todo pensamiento que va demasiado lejos y demasiado alto se equivoca necesariamente y que la verdad se encuentra siempre en el detalle material; si no buscáramos, donde quiera que sea, en incertidumbres a menudo más vastas que las que nos ha obligado a abandonar una pequeña explicación, por ejemplo en el extraño misterio de la fecundación cruzada, en la perpetuidad de la especie y de la vida, en el plan de la Naturaleza; si no buscáramos en ello una continuación de la explicación, una prolongación de belleza y de grandeza en lo desconocido, casi me atrevo a asegurar que pasaríamos la existencia a mucha mayor distancia de la verdad que los mismos que se obstinan ciegamente en la interpretación poética e imaginaria de esas maravillosas bodas. Se engañan evidentemente acerca de la forma o el matiz de la verdad, pero viven mucho mejor que los que se jactaban de tenerla completa entre las manos, bajo su impresión y en su atmósfera. Están preparados para recibirla, hay dentro de ellos un espacio más hospitalario, y si no la ven, tienden por lo menos la mirada hacia el sitio de belleza y grandeza en que es saludable creer que se encuentra.
Ignoramos el fin de la Naturaleza, que para nosotros es la verdad dominadora de todas las demás. Pero, por el tenor mismo de esa verdad, para mantener en nuestra alma el ardor de su investigación, es necesario que la creamos grande. Y si un día tenemos que reconocer que nos hemos extraviado, que es pequeña e incoherente, descubriremos su pequeñez gracias a la animación que nos había dado su presunta grandeza, y cuando esa pequeñez sea indudable, ella misma nos enseñará lo que debemos hacer. Entretanto, para correr en su busca no es exagerado poner en movimiento todo cuanto de, más poderoso y audaz posean nuestra razón y nuestro corazón. Y aun cuando la última palabra resultara miserable y mezquina, no sería poco haber puesto en claro la pequeñez y la inutilidad del objeto de la Naturaleza.
X
«Todavía no hay verdad para nosotros» declame uno de los grandes fisiólogos de esta época, mientras nos paseábamos por la campiña; todavía no hay verdad, pero por todas partes hay muy buenas apariencias de verdad. Cada cual hace su elección o más bien la admite, y esa elección que admite o que hace a menudo sin reflexionar y a la que se ciñe, determina la forma y la conducta de todo cuanto penetra en él. El amigo con quien nos encontramos, la mujer que se adelanta sonriendo, el amor que entreabre nuestro corazón, la muerte o la tristeza que lo cierran, este cielo de septiembre que contemplamos, este jardín soberbio y encantador en que se ve como en la Psyché de Corneille, canastillos de follaje sostenidos por términos dorados, el rebaño que pace y el pastor dormido, las últimas casas de la aldea, el Océano vislumbrado entre los árboles, todo se inclina o se yergue, todo se adorna se desnuda antes de entrar en nosotros, de acuerdo con la pequeña señal que le hace nuestra elección. Aprendamos a elegir la, apariencia. En el ocaso de, una vida en que tanto he buscado la verdad en detalle y la causa física, comienzo a amar, no lo que aleja, de ellas, sino lo que las precede y sobre todo lo que las ultrapasa un poco. Habíamos llegado a lo alto de una meseta de la comarca de Caux, en Normandía, ondulada y flexible como un parque inglés, pero un parque natural y sin límites. Aquel es uno de los escasos puntos del globo en que la campiña se ostenta completamente sana, de un verde sin desfallecimiento. Algo más al Norte, la aspereza la amenaza; algo más al Sur, el sol la fatiga y la tuesta. Al extremo de un llano que se extendía, hasta el mar, varios campesinos levantaban una hacina.
Mire usted – me dijo – vistos desde aquí, esos campesinos son hermosos. Están construyendo algo tan sencillo y tan importante, que es, por excelencia, el monumento feliz y casi invariable, de la vida humana que se fija: una hacina de trigo. La distancia, el aire de la tarde, hacen de sus gritos de alegría una especie de cántico sin palabras que contesta al noble cántico del follaje que habla sobre nuestras cabezas.
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