Has producido por casualidad un ser que no tenías cualidades para producir. Fortuna es para él que lo hayas suprimido por una casualidad contraria, antes de que midiera el fondo de tu inconsciencia, fortuna mayor aún no sobrevivir a la serie infinita de tu horrible, experimento. Nada tenía que hacer en un mundo en que su inteligencia no respondía a ninguna inteligencia eterna, en que su deseo de algo mejor no podía arribar a bien real alguno.
Una vez más: el progreso no es necesario para el espectáculo que nos apasiona. Basta el enigma, y ese enigma es tan grande, tiene tanto resplandor misterioso en los campesinos como en nosotros mismos. Se le encuentra en todas partes cuando se sigue la vida hasta su principio omnipotente. De siglo en siglo modificamos el epíteto de ese principio. Los hubo precisos y consoladores. Debió reconocerse que ese, con suelo y esa precisión eran ilusorios. Pero, que lo llamemos Dios, Providencia, Naturaleza, Casualidad, Vida, Destino, el misterio continúa siendo el mismo, y todo lo que, nos han enseñado millares de años de experiencia, es que le demos un nombre más vasto, más cercano a nosotros más flexible, más dócil a la expectativa y a lo imprevisto. Es el que lleva hoy y por eso nunca pareció más grande. He ahí uno de los numerosos aspectos de la tercera apariencia, y esta es la última verdad.
LIBRO SEXTO
La matanza de los zánganos
I
Después de la fecundación de las reinas, si el cielo continúa claro y cálido el aire, si el polen y el néctar abundan en las flores, las obreras, por una especie de olvidadiza indulgencia, o quizá por excesiva previsión, toleran algún tiempo más la presencia importuna y ruinosa de los zanganos. Estos se conducen en la colmena como los pretendientes de Penélope en la casa de Ulises. Llevan en plena francachela y gaudeamus, la ociosa existencia de amantes honorarios, pródigos y sin delicadeza; satisfechos, barrigones, llenan las avenidas, obstruyen los pasadizos, dificultan el trabajo, atropellan, son atropellados, y se les ve azorados, importantes, hinchados de desdén, aturdidos y sin malicia, pero despreciados con inteligencia, y segunda intención, inconscientes de la exasperación que va acumulándose contra ellos y del destino que los aguarda. Eligen para dormitar a sus anchas el rincón más tibio de la morada, se levantan perezosamente para ir a chupar en las celdas abiertas la miel más perfumada, y mancillan con sus excrementos los panales que frecuentan.
Las pacientes obreras miran el porvenir y reparan silenciosamente los desperfectos. De mediodía a las tres de la tarde, cuando la campiña azulada tiembla de fatiga feliz bajo la mirada invencible del sol de julio o de agosto, aparecen en el umbral. Llevan un casco formado de enormes perlas negras, dos altos penachos animados, un jabón de terciopelo leonado y frotado de luz, una melena heroica, un cuádruple manto rígido y translúcido, hacen un ruido terrible, apartan las centinelas, derriban a las ventiladoras, tropiezan con las obreras que llegan cargadas de botín. Tienen el andar atareado, extravagante e intolerante de dioses indispensables que salen en tumulto a cumplir algún gran designio ignorado por el vulgo. Uno tras otro afrontan el espacio, gloriosos, irresistibles, y van tranquilamente a posarse en las flores más vecinas, donde duermen hasta que el fresco de la tarde los despierta. Entonces vuelven a la colmena en el mismo torbellino imperioso, y siempre desbordantes del mismo gran designio intransigente; corren a las despensas, hunden la cabeza hasta el cuello en las cubas de miel, se hinchan como ánforas para reparar las agotadas fuerzas, y ganan con pesado paso el buen sueño sin pesadillas ni preocupaciones que los recoge hasta su próxima, comida.
II
Pero la paciencia de las abejas no es igual a la de los hombres. Una mañana comienza a circular por la colmena la consigna esperada, y las apacibles obreras se transforman en jueces y verdugos. No se sabe quién da la consigna; emana de repente de la indignación fría y razonada de las trabajadoras, y de acuerdo con el genio de la república unánime tan pronto como se pronuncia llena todos los corazones. Una parte del pueblo renuncia a salir en busca de botín para consagrarse aquel día a la obra justiciera. Los gordos holgazanes dormidos en descuidados racimos sobre las paredes melíferas, son arrancados bruscamente de su sueño por un ejército de vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sorprendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y su asombro logra apenas asomar a través de su pereza, como un rayo de luna a través del agua de un pantano. Se imaginan víctimas de un error, miran en torno suyo estupefactos, y la idea matriz de su vida se reanima en sus torpes cerebros, y les hace dar un paso hacia las cunas de miel para reconfortarse en ellas.
Pero pasó ya el tiempo de la miel de mayo, del vino flor de los tilos, de la franca ambrosía de la salvia, del serpol, del trébol blanco, de la mejorana. En lugar del libre acceso a los buenos depósitos rebosantes que abrían bajo sus bocas sus brocales de cera, complacientes y azucarados, encuentran en torno un ardiente matorral de dardos emponzoñados que se erizan. La atmósfera de la ciudad ha cambiado. El amigable perfume del néctar ha cedido su lugar al acre olor del veneno cuyas mil gotitas resplandecen en la punta de los aguijones y propagan el rencor y el odio. Antes de haberse dado cuenta del derrumbamiento inaudito de todo su destino de ocio y de regalo, en el trastorno de las leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas, aserrarles el peciolo que une el abdomen al tórax, amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas, dar con una juntura de los anillos de la coraza para hundir en ella su dardo. Enormes pero inertes, desprovistos de aguijón no piensan siquiera en defenderse, tratan de escapar ú oponen únicamente su masa obtusa a los golpes que los abruman.
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