¿No puedes hablarme un poquito más bajo?

ZAPATERA. Merecías, por tonto, que colgara la calle a gritos.

ZAPATERO. Afortunadamente creo que esto se acabará pronto; porque yo no sé cómo tengo paciencia.

ZAPATERA. Hoy no comemos… de manera que ya te puedes buscar la comida por otro sitio. (La Zapatera sale rápidamente hecha una furia.)

ZAPATERO. Mañana (Sonriendo.) quizá la tengas que buscar tú también. (Se va al banquillo.)

ESCENA VI

Por la puerta central aparece el Alcalde. Viste de azul oscuro, gran capa y larga vara de mando rematada con cabos de plata. Habla despacio y con gran sorna.

ALCALDE. ¿En el trabajo?

ZAPATERO. En el trabajo, señor Alcalde.

ALCALDE. ¿Mucho dinero?

ZAPATERO. El suficiente. (El Zapatero sigue trabajando. El Alcalde mira curiosamente a todos lados.)

ALCALDE. Tú no estás bueno.

ZAPATERO. (Sin levantar la vista.) No.

ALCALDE. ¿La mujer?

ZAPATERO. (Asintiendo.) ¡La mujer!

ALCALDE. (Sentándose.) Eso tiene casarse a tu edad… A tu edad se debe ya estar viudo… de una, como mínimum… Yo estoy de cuatro: Rosa, Manuela, Visitación y Enriqueta Gómez, que ha sido la última: buenas mozas todas, aficionadas al baile y al agua limpia. Todas, sin excepción, han probado esta vara repetidas veces. En mi casa… en mi casa, coser y cantar.

ZAPATERO. Pues ya está usted viendo qué vida la mía. Mi mujer… no me quiere. Habla por la ventana con todos. Hasta con don Mirlo, y a mí se me está encendiendo la sangre.

ALCALDE. (Riendo.) Es que ella es una chiquilla alegre, eso es natural.

ZAPATERO. ¡Ca! Estoy convencido… yo creo que esto lo hace por atormentarme; porque, estoy seguro…, ella me odia. Al principio creí que la dominaría con mi carácter dulzón y mis regalillos: collares de coral, cintillos, peinetas de concha… ¡hasta unas ligas! Pero ella… ¡es siempre ella!

ALCALDE. Y tú, siempre tú; ¡qué demonio! Vamos, lo estoy viendo y me parece mentira cómo un hombre, lo que se dice un hombre, no puede meter en cintura, no una, sino ochenta hembras.