Era predecible la posterior relación con el mito del pecado original, fomentada por los padres de la Iglesia y por Orígenes y Tertuliano, al igual que la idea de contemplar a Eva como una «prima Pandora» y acercar esta doble encarnación del mal femenino a la iconografía de las ninfas o de la Venus presente en la obra de Cellini o de Tiziano, así como en la famosa pintura de Jean Cousin el Viejo, Eva Prima Pandora, conservada en el Louvre. En el fondo, Goethe no necesitó más que servirse de estos elementos y disponer los detalles de acuerdo con su proyecto narrativo: en primer lugar, el cofre de prendas de vestir y joyas de Ottilie, con tan bello y elegante contenido que esta más de una vez quiso vestirse con ello «de pies a cabeza», y que finalmente resultó ser su mortaja; en segundo lugar, la «coquetería» con que el arquitecto conserva su colección en una caja, y que consiste, en su mayoría, de esbozos de monumentos sepulcrales y otros objetos del universo funerario; asimismo, la «hermosa cajita» de la que el inglés extrae los utensilios para su turbio y doloroso experimento; y, por último, ya sea en una cajita o una cartera, la colección de reliquias con la que Eduard recuerda a su amada hasta su propia muerte. En otras palabras, no cabe duda de la presencia de Pandora; sin embargo, es necesario señalar que el mal que sale de la caja de este relato mitológico no queda del todo manifiesto hasta el capítulo cuarto.
En referencia, pues, a la mitología clásica, se pueden mencionar al menos tres grandes influencias. Primero, el citado mito de los andróginos que, del mismo modo que el resto de las innumerables variantes del mito de los padres del mundo, está forzosamente relacionado con la historia de la primera madre, llámese Eva o Pandora. En este sentido, baste con señalar aquí que el gremio de alquimistas y ocultistas de la época vio publicado, en el marco de las adaptaciones que realizaron de esta imagen, un texto escrito por Hieronymus Reusner bajo el título Pandora (diversas bibliografías citan el título completo, muy típico en su género: Pandora, Das ist / Die Edelste Gab Gottes / oder der Werde vnnd Heilsamme Stein der Weisen / mit welchem die al = ten Philosophi / auch Theophrastus Para = / celsus, die unuolkomene Metallen / durch ge = / walt des Fewrs verbessert […] Ein Guldener Schatz / welcher durch einen Liebhaber diser Kunst / […] errettet ist worden / vnnd […] erst jetzt in Truck verfertiget[2]). En segundo lugar, cabe recordar de nuevo el acrónimo ECHO y el papel de proyección o reflejo que este representa, un papel que en Pandora, la obra que Goethe abandonó inacabada poco antes de escribir Las afinidades electivas, adopta Elpore, la hija de la protagonista. En tercer lugar, con seguridad el elemento más relevante, se encuentra la caja quizá más misteriosa de la totalidad de la obra de Goethe, el enigmático objeto que Felix, el hijo de Wilhelm Meister, rescata de una cueva al comienzo de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, y que compara nada más y nada menos que con un pequeño «tomo en octavo» e incluso con un «lujoso librito». Esta analogía resulta tanto más significativa si se tiene en cuenta que al hallazgo precede una conversación entre Wilhelm y Montan sobre la problemática fundamental de la lectura, sobre lo ilusorio de cualquier interpretación, y que a lo largo de los cientos de páginas siguientes no se revela siquiera de manera indirecta cuál era el tesoro que había encontrado el «afortunado» hijo de Meister, ni qué interpretación se hacía de él. Todo lo contrario sucede en Las afinidades electivas. Para empezar, todas las notas de viaje de Eduard, los diarios de economía de su padre, las cartas de la directora del internado y de su auxiliar, hasta las novelas románticas y los libros sobre monos de Luciane, ningún escrito ni documento está seguro de no ser extraído en algún momento de «escondites, cuartos, cajas y cestos», igual que todos los papeles olvidados de la propiedad, para ser expuestos a la luz y leídos. Además, a ninguno de estos descuidados paleógrafos se le ocurriría que tal vez habían abierto la «caja de Pandora» a través del manual de química con el que amenizaban la tarde, poniendo así en irreparable marcha la tragedia. Sin embargo, es precisamente ahí donde reside el secreto de la disposición de los hechos y su trasfondo mitológico: si la fatalidad se despliega con toda su crueldad, no depende ya de la ayuda de los dioses ni, desde luego, de algún acto de venganza divina; basta con que alguien tome, en un momento inoportuno, en la compañía inapropiada o en el lugar inadecuado, un libro, un texto cualquiera, para que se vea asaltado por sus propias conclusiones, por una interpretación demasiado literal y un significado de alcance reducido.
No obstante, y teniendo estas implicaciones en consideración, el puente que media entre la tradición clásica y lo que se podría llamar la dimensión discursiva cristiana en Las afinidades electivas se construye por sí mismo. Responsables de ello son los ojos, que, posados sobre un libro abierto o cerrado, constituyen el atributo iconográfico tradicional de santa Odilia, una figura de culto sobre todo en el sur de Alemania y en Alsacia, a la que se atribuye la sanación de enfermedades oculares y de la ceguera. Goethe se inspiró en esta santa para configurar la figura de Ottilie, según él mismo señala en el segundo libro de Poesía y verdad. De este modo, la milagrosa santa se convierte en la novela en una especie de milagro visual, en un, citando el texto, «verdadero consuelo de los ojos» que no deja indiferente a nadie, en especial a los hombres. «A quien la mira —se dice de Ottilie— no le puede llegar nada malo; se siente en armonía consigo mismo y con el Universo». Este trabajo de cincelado siguiendo un modelo cristiano comienza a tomar una relevancia aún más decisiva cuando Ottilie, casi de manera imperceptible al principio, pero cada vez con mayor claridad, se va acercando a la esfera de la madre de Cristo mediante referencias a la iconografía mariana, y se acaba convirtiendo en una figura de una auténtica «vida de la Virgen». Para comprender esto basta con hacer un repaso a la galería de escenas organizada como por azar: Ottilie sentada en la capilla decorada con rostros de ángeles «la tarde antes del cumpleaños de Eduard» (no solo se piensa en la imagen, sino que se reconoce incluso sin quererlo a la Virgen María en una escena de la Anunciación, que no podría ser ilustrada de un modo más sutil); Ottilie, quien en su aislamiento del mundo en el castillo y el parque de Eduard, encuentra entre las plantas y las flores del viejo vivero un lugar cada vez más adecuado para ella (véase, en especial, la primera parte, cap. XVII), se reconoce a María en su hortus conclusus como jardinera del modo en que se acostumbra a contemplarla en las tablas de los maestros o, por ejemplo, en la figura de La bella jardinera, de Rafael; y de nuevo Ottilie, quien, «tanto como una madre, o como otra especie de madre», con el niño sobre el brazo y un libro en la mano, representa, «leyendo y paseando, […] una lindísima pensierosa», asombrado, el lector se encuentra frente a la reproducción literaria de la iconografía original, representada mil, millones de veces: el icono cristiano por excelencia. De un modo discreto pero extraídas con precisión del marco de los ciclos marianos, estas y otras imágenes agrupadas en torno al nacimiento escenificado con laboriosidad por el arquitecto parecen indicar que el narrador, o el texto, desea participar en la llamada de un modo literal «piadosa mascarada artística» e indicar a los lectores que el apresurado discurso de Eduard sobre la A y la B, inserto en el tejido de asociaciones de las doctrinas ocultas, ha de ser interpretado en realidad como una referencia a la revelación de san Juan, ha de ser contemplado en el marco de la historia sagrada como el mensaje del Dios que vela por el principio y el fin.
De este modo, cuando se analiza la recepción de Las afinidades electivas a lo largo de los años, las consecuencias de estas escenas se vuelven evidentes. Se ha concedido más importancia a Ottilie en detrimento de sus compañeros de reparto, lo que ha ocurrido hasta bien entrada la década de los ochenta del siglo XX, a causa del torbellino de apología moralista de parte de influyentes lectores, como el crítico del muy divulgado Hamburger Ausgabe. Debería ser elevada a una figura de expiación y renuncia, a una penitente, a una mártir. Sobre todo, habría que atribuir al último capítulo de la novela el rango de apoteosis, de canonización, si bien poética, pero no por ello menos respetable, puesto que supera cualquier otra caracterización. Pero ello, no obstante, a costa de una serie de tabúes que no se tendrían que infravalorar: no estaría permitido preguntarse cómo se mantienen firmes estas afirmaciones a la luz del vasallaje invertido de Eduard, quien carece de «genio […] para el martirio» de un modo tan evidente que él mismo habla de una «imitación», de la inutilidad de un falso esfuerzo; sería necesario ignorar los aspectos que hacen reconocible la última escena como la repetición de una muerte por amor que se ha vuelto prototípica (la capilla con la pareja amortajada con pompa nupcial como variación de la alegoría pecaminosa de la Minnegrotte o gruta del Amor de Tristán e Isolda o de Godofredo de Estrasburgo y de sus antecesores, las grutas y templos del amor tal y como aparecen en el marco de la literatura en torno a la fantasía del monte de Venus y los escenarios amorosos de los antiguos, como Ovidio, Virgilio u Homero); pero, principalmente, tendríamos que abstenernos de preguntar por qué se nos presenta este icono cristiano bajo el signo de una pensierosa a pesar de su ya demostrado indudable carácter arquetípico. Por lo que respecta a sus raíces, esta imagen dista mucho de ser cristiana; Goethe la toma del poema melancólico de Milton Il Penseroso, y él de toda una literatura y una tradición del pensamiento que surgió del famoso Problemata Physica XXX, I, del Pseudo Aristóteles, es decir, en el siglo IV a. C., y que regresó a una rabiosa actualidad a lo largo del siglo XVIII a causa de las aportaciones de todo un grupo de literatos: autores como Kant, Young, Adam Bernd, Johann Georg Zimmermann, Moritz, Herder o Hamman. A través de la imagen de la lectora reflexiva, el término pensierosa evoca la figura de la iconografía saturnina, en la que Durero se inspiró para su Melancolía I (1514), así como Castiglione para Melancholia (1640), entre otras, obras que se han encontrado en la colección de arte de Goethe. Además, este concepto enriquece la idea de Eduard sobre la reflexión invertida, el esbozo que prefigura la relación andrógina con Ottilie, y añade una nueva dimensión de significado, un nuevo potencial semántico que afecta a todo el texto a partir del fin del capítulo quinto, con el objeto de establecer lo que se ha denominado, y con razón, la «constelación del duelo» de Las afinidades electivas. Este concepto no está solo referido a Eduard y Ottilie, sino al cuarteto como grupo cerrado y al hecho de que todos ellos se encuentran entre los subordinados a la influencia de Saturno según la representación de los planetas a mediados de la Edad Media e incluso después. Y como en este grupo, además de los escribas, se cuentan los campesinos, los geómetras, los arquitectos, los economistas, los genios de las matemáticas y los escultores de fuentes, no resulta necesario buscar demasiado los indicios, en especial cuando, gracias a todo un conjunto de indicaciones adicionales referidas a cada caso en particular, uno se encuentra en un terreno dominado de forma segura y definitiva por la melancolía, empezando por la afición de Eduard al vino y el silencio de Ottilie, pasando por la estima de Charlotte por los cementerios y hasta el fanatismo del capitán por el orden.
No obstante, aún no queda respondida la pregunta que constituye el problema principal a la vista de las mencionadas interferencias: ¿qué se espera que haga el lector —siempre que no se le prohíba el diálogo del texto con sus prejuicios y circunstancias— con una «María melancólica», con una María que, aparte de la herencia de sus «madres» literarias, Eloísa e Isolda, tan pronto aparece como Eva-Pandora que como Eco, como un andrógino «medio esférico» o como un elemento químico-alquímico? ¿En qué forma, de qué otro modo se puede hacer justicia a una figura que no constituye el único fenómeno de metamorfosis de la novela, sino que más bien parte de una configuración de personajes de similar inestabilidad, a través de cuyo juego asociativo la diversidad de posibilidades referenciales e identificativas aumenta de una manera verdaderamente provocadora? Bajo estas condiciones, alianzas ocasionales, organizaciones complementarias o acumulaciones de significado resultan síntesis imaginables pero apenas plausibles, como el intento realizado hace algunos años de extraer un valor medio, una especie de medida de significado de lo que aportaban las diversas influencias que hemos citado. Este intento no cuajó, a la vista de las exclusiones y las supresiones a las que obligaba dicho valor medio.
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