Alguien se acercaba a la choza. Sheeta dejó escapar un sordo gruñido y se deslizó hacia la negrura del rincón más distante. Evidentemente, el visitante no oyó la advertencia del felino, porque entró en la choza casi al instante: un salvaje guerrero, alto y desnudo.

Se llegó al costado de Tarzán y le pinchó con la punta de un venablo. De los labios del hombre-mono brotó un sonido extraño, sobrenatural y, en respuesta al mismo, de las tinieblas del punto más recóndito de la choza saltó una muerte envuelta en piel. La colosal fiera alcanzó al pintarrajeado indígena en pleno pecho; hundió las afiladas garras en la carne negra y clavó los dientes amarillentos en la garganta de ébano.

El guerrero lanzó un espantoso alarido de angustia y terror, al que se unió el sobrecogedor rugido desafiante de la pantera que mataba a su presa. Luego, silencio…, un silencio que sólo interrumpía el ruido de la carne sanguinolenta que se desgarraba y el crujido de los huesos del hombre que las poderosas mandíbulas de Sheeta quebrantaban implacables.

Toda aquella zarabanda impuso un repentino silencio en el recinto interior de la aldea. Después empezaron a sonar voces que intercambiaban preguntas y consultas.

Voces agudas, saturadas de terror, sobre las que se impuso la de la autoridad, cuando el jefe tomó la palabra y habló en tono bajo y profundo. Tarzán y la pantera oyeron el ruido de los pasos de numerosos hombres que se aproximaban y entonces, ante el asombro de Tarzán, el gigantesco felino se apartó del cuerpo que acababa de sacrificar y se deslizó sin hacer ruido por el boquete que había abierto poco antes para entrar en la choza.

El hombre-mono percibió el suave roce que dejó oír el cuerpo de Sheeta al pasar por encima de la empalizada; luego, reinó el silencio.

Percibió luego el ruido que producían los salvajes, que se acercaban a investigar. Llegaban por el otro lado de la choza.

Tenía pocas esperanzas de que la pantera volviese, puesto que, de haber querido defenderle contra los que se acercaban, habría permanecido a su lado al oír avanzar a los salvajes de fuera.

Tarzán sabía que el cerebro de los grandes carnívoros de la selva funcionaba de la manera más insólita, los había visto reaccionar de forma aterradora cuando se enfrentaban a una muerte segura y también sabía lo pusilánimes que podían mostrarse a veces ante una ligera provocación. Estaba absolutamente seguro de que los negros que se dirigían a la choza irradiaron alguna nota de vibrante pavor, la cual había encontrado eco en determinada fibra del sistema nervioso de la pantera, asustándola y remitiéndola a la selva, con el rabo entre las piernas.

El hombre-mono se encogió de hombros. Bueno, ¿qué más daba? Esperaba morir y, al fin y a la postre, ¿qué hubiese podido hacer Sheeta por él, aparte de llevarse por delante a un par de enemigos, antes de que la abatieran los disparos de un rifle empuñado por alguno de los blancos?

¡Si el felino le hubiese librado de las ataduras! ¡Ah! Entonces, las cosas habrían sido muy distintas. Pero eso distaba mucho de la capacidad de comprensión de Sheeta… Ahora, el animal se había ido y Tarzán no tenía más remedio que despedirse definitivamente de toda esperanza.

Los indígenas se encontraban ya a la puerta de la choza. Desde el umbral, escudriñaron temerosamente el oscuro interior. Dos de los que iban en vanguardia llevaban una antorcha encendida en la mano izquierda, mientras la derecha empuñaba un venablo. Se echaban hacia atrás, medrosamente, contra los que se encontraban detrás, quienes los empujaban para que entrasen.

Los gritos de la víctima de la pantera, mezclados con los rugidos del gran felino, les habían dejado los nervios hechos unos zorros, y el espantoso silencio que reinaba en el lóbrego interior les parecía incluso más ominoso que los escalofriantes gritos anteriores.

A uno de los dos hombres a los que empujaban los demás se le ocurrió una idea feliz, que, sin tener que entrar en la choza, le permitiría ver la exacta naturaleza de la amenaza que acechaba en el silencioso interior. Arrojó con rápido movimiento la encendida antorcha al centro de la choza. Antes de que la tea se estrellase contra el suelo de tierra batida, su llama iluminó la estancia durante un segundo.

Allí seguía la figura del prisionero blanco, tan firmemente atado como la última vez que lo vieron, y, en medio de la choza, otra forma humana igualmente inmóvil, con la garganta y el pecho horriblemente desgarrados y destrozados.

El espectáculo que apareció ante los ojos de los indígenas que iban delante fue para su espíritu mucho más pavoroso que el que les hubiera producido la misma presencia de Sheeta, porque lo que veían no era más que el resultado de un ataque feroz sobre uno de sus hermanos.

Al no ver al causante físico de tal carnicería, su aterrada imaginación tuvo absoluta libertad para atribuirla a elementos sobrenaturales, idea que les hizo girar en redondo bruscamente y llenar el aire de alaridos de miedo, mientras tropezaban con los que estaban a su espalda y pugnaban por salir de la choza a toda velocidad, impulsados por la fuerza motriz de un miedo insuperable.

Durante una hora todo lo que oyó Tarzán fue el rumor de las voces nerviosas que llegaban del extremo de la aldea. Era obvio que los indígenas trataban de recuperar su zozobrante valor, al menos en la dosis suficiente para intentar de nuevo la entrada en la choza. De que era así daba fe el aullido salvaje que de vez en cuando soltaba alguno de ellos, el grito que suelen lanzar los guerreros para infundirse ánimos en el campo de batalla.

Sin embargo, al final, los primeros que entraron fueron dos hombres blancos, con antorchas y fusiles. A Tarzán no le extrañó lo más mínimo que ninguno de ellos fuese Rokoff. Hubiera apostado el alma a que ningún poder terrenal habría persuadido al cobarde ruso de plantar cara a la amenaza desconocida que se albergaba en la choza.

Cuando los indígenas comprobaron que nadie atacaba a los hombres blancos, se aglomeraron también en el interior y comentaron en voz baja, apagada por el terror, la impresión que les producía el cadáver mutilado de su compañero. Los blancos trataron infructuosamente de arrancar a Tarzán una explicación de lo sucedido. A sus preguntas, el hombre-mono respondió moviendo la cabeza negativamente, con una hosca sonrisa de suficiencia ondulando en sus labios.

Por último se presentó Rokoff.

El rostro se tomó blanco como la leche cuando sus ojos descendieron sobre el cadáver ensangrentado, que desde el suelo parecía dedicarle una mueca de horror espeluznante.

–¡Venga! – se dirigió al jefe-. Sigamos con lo nuestro y acabemos con este demonio antes de que tenga la oportunidad de repetir esto con algún otro miembro de tu pueblo.

El jefe ordenó que levantaran en peso a Tarzán y lo llevaran al poste; pero transcurrieron varios minutos antes de que pudiera imponerse a sus hombres y convencerlos para que tocasen al prisionero.

Al final, sin embargo, entre cuatro de los guerreros más jóvenes sacaron a Tarzán de la choza, a rastras, y una vez al aire libre, el manto del pánico pareció dejar de cubrir el corazón de los negros.

Una veintena de indígenas ululantes se entregaron con entusiasmo a la tarea de golpear y empujar al prisionero por la calle de la aldea, hasta el poste colocado en el centro del círculo de fogatas y calderos en los que hervía el agua.

Una vez lo tuvieron fuertemente amarrado, en la más absoluta incapacidad según todos los indicios, y sin la menor esperanza de ayuda, las reducidas existencias de valor que tenía Rokoff parecieron multiplicarse como por arte de magia y el ruso sacó pecho, como solía hacer cuando no había ningún peligro por las cercanías.

Se fue hasta Tarzán, tomó el venablo que empuñaba uno de los indígenas y realizó la proeza de ser el primero en herir al indefenso hombre-mono. Un hilillo de sangre se deslizó por la lisa piel del gigante, descendiendo desde la abierta herida del costado, pero sus labios no exhalaron el más leve murmullo de dolor.

La sonrisa de desprecio que decoró su semblante enfureció al ruso. Profirió una sarta de juramentos y empezó a golpear al inmovilizado prisionero, propinándole una serie de salvajes puñetazos en el rostro y una lluvia de bárbaros puntapiés en las espinillas.

Después enarboló el venablo, dispuesto a atravesar el corazón de Tarzán de los Monos, que continuaba sonriéndole desdeñosamente.

Antes de que Rokoff tuviese tiempo de hundir el arma en el pecho de Tarzán, el jefe de la aldea se levantó como impulsado por un resorte y apartó al ruso de su víctima.

–¡Alto, hombre blanco! – gritó-. Si nos arrebatas a este prisionero y nos privas de nuestra danza de la muerte, es posible que ocupes tú su lugar.

La amenaza resultó efectiva a todo serlo y al ruso se le quitaron las ganas de seguir martirizando al prisionero, aunque, a cierta distancia, continuó dedicando pullas e improperios a Tarzán. Dijo que él mismo se comería el corazón del hombre-mono. Se extendió acerca de los horrorosos tormentos que sufriría en el futuro el hijo de Tarzán y manifestó que su venganza alcanzaría también a Jane Clayton.

–Crees que tu esposa se encuentra sana y salva en Inglaterra -silabeó Rokoff-. ¡Pobre imbécil! En este preciso instante se encuentra en poder de un hombre indecente e innoble por naturaleza, y desde luego a mucha distancia de Londres y de la protección de sus amigos.