Fue pior que matarme. Si llivó a su isposa y a su hijo.
–Qué estabas haciendo con ellos? ¿A dónde los pensabas conducir? – preguntó Tarzán. Se acercó más al individuo, llameantes de odio los ojos, casi sin poder contener el ánimo de venganza que le dominaba, y le interrogó, furibundo-: ¿Hiciste algún daño a mi mujer y a mi hijo? ¡Habla en seguida, antes de que acabe contigo! ¡Ponte a bien con Dios! Cuéntamelo todo, por terrible que sea, si no quieres que te destroce a dentelladas y zarpazos. ¡Ya has visto que soy muy capaz de hacerlo!
Una expresión de sorpresa se extendió por el rostro de Anderssen, que le contempló con ojos desorbitados.
–Piro si… -silabeó en tono de susurro-. Piro si no les hice ningún daño. Sólo pritendía ponerles a salvo del ruso. Su isposa fue muy amable conmigo en el Kincaid y yo oía llorar a veces al niño. Yo también tingo isposa y un hijo que viven en Cristiana [1] y no pude soportar más tiempo verlos siparados en poder de Rokoff. Iso fue todo. ¿Le parece que vine hasta aquí y me gané isto para hacerles daño? – acabó, tras una pausa, al tiempo que señalaba la flecha cuya asta le sobresalía del pecho.
En el tono y la expresión del hombre había algo que persuadió a Tarzán de que estaba diciendo la verdad. Pero lo más convincente de todo era la circunstancia de que Anderssen parecía más dolorido que asustado. Sabía que iba a morir, de modo que las amenazas de Tarzán no surtían ningún efecto sobre él. En cambio, saltaba a la vista que deseaba contar la verdad al inglés, antes que engañarle haciéndole creer algo que no era cierto, sólo para que, fiándose de sus palabras y de sus modales, no le guardase rencor.
El hombre-mono se arrodilló instantáneamente al lado del sueco.
–Lo siento -dijo simplemente-. Para mí, cuantos rodeaban a Rokoff, sólo por el hecho de ir con él, tenían que ser canallas. Ahora veo que estaba equivocado. Pero eso ya es historia pasada. Tenemos que dedicarnos a lo que ahora es la cuestión prioritaria, lo que importa por encima de todo es llevarte a un lugar donde estés cómodo y te curen las heridas. Hemos de tenerte de nuevo en pie lo antes posible.
El sueco sonrió, al tiempo que denegaba con la cabeza.
–Siga adilante, en busca de su isposa y de su hijo -repuso-. En lo que a mí respecta, ya he muerto. Pero… -vaciló-, cuando pienso en las hienas se me pone la carne de gallina. ¿Por qué no acaba este trabajo?
Tarzán se estremeció. Minutos antes estuvo a punto de matar a aquel hombre. Ahora sería tan incapaz de quitarle la vida como si Anderssen hubiera sido uno de sus mejores amigos.
Levantó la cabeza del sueco y se la apoyó en los brazos para cambiarla a una postura más cómoda que aliviase en lo posible el dolor.
Se repitieron el acceso de tos y la terrible hemorragia. Cuando pasó, Anderssen se mantuvo inmóvil, con los ojos cerrados.
Tarzán creyó que había muerto, hasta que, repentinamente, el sueco alzó los ojos hacia los del hombre-mono, emitió un suspiro y dijo, en voz tan baja y débil que apenas era un susurro:
–Craio qui pronto tindrimos incema un vendaval de mail dimoneos.
Y expiró.
XI
Tambudza
Tarzán excavó una sepultura poco profunda para enterrar al cocinero del Kincaid, bajo cuyo repelente exterior latía el corazón de un caballero de gran nobleza. En aquella inhóspita y despiadada jungla, era todo lo que podía hacer por el hombre que había dado su vida mientras intentaba proteger a la esposa e hijo del hombre-mono.
Acto seguido, Tarzán reanudó la persecución de Rokoff. Ahora que tenía la certeza de que la mujer que marchaba por delante de él era realmente Jane, que había vuelto a caer en poder del ruso, a lord Greystoke le parecía que, con toda la extraordinaria rapidez de sus ágiles y veloces piernas, avanzaba a ritmo de tortuga.
Le resultaba muy difícil seguir el rastro, porque en aquella zona de la selva eran muchos los senderos que se cruzaban y entrecruzaban, que se bifurcaban en todas direcciones y que habían pisoteado infinidad de indígenas en sus idas y venidas. Los pies de los porteadores que marchaban detrás de los blancos habían borrado las huellas de éstos y, por encima de todas esas pisadas, otros indígenas y otros animales salvajes imprimieron luego las de sus pies y de sus patas.
Era para desorientar al más pintado; sin embargo, Tarzán continuó en el empeño con toda su perseverancia, recurriendo al olfato allí donde la vista no llegaba. El olfato le parecía en aquella ocasión más eficaz y más digno de confianza que cualquier otro sentido para mantenerse en la verdadera pista. Pero, por más que extremó su atención, la noche le encontró en un punto donde ya no le cupo ni el menor asomo de duda de que seguía la pista equivocada.
Sabía que su tropa iba a mostrarse dispuesta a seguir su rastro, de modo que puso buen cuidado en dejar huellas evidentes, apartando a menudo las enredaderas y quebrando las ramas de los matorrales que bordeaban los senderos. Se preocupaba, además, de dejar en otros puntos emanaciones que revelarían indubitablemente su paso por allí.
Cuando la noche lo tiñó todo de negro, el cielo descargó un diluvio torrencial y el hombre-mono, sumido en la frustración, no pudo hacer otra cosa que ponerse parcialmente a cubierto bajo las ramas de un árbol gigantesco, a la espera de que llegase la mañana.
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