En lo que a mí respecta, ya he muerto. Pero… -vaciló-, cuando pienso en las hienas se me pone la carne de gallina. ¿Por qué no acaba este trabajo?

Tarzán se estremeció. Minutos antes estuvo a punto de matar a aquel hombre. Ahora sería tan incapaz de quitarle la vida como si Anderssen hubiera sido uno de sus mejores amigos.

Levantó la cabeza del sueco y se la apoyó en los brazos para cambiarla a una postura más cómoda que aliviase en lo posible el dolor.

Se repitieron el acceso de tos y la terrible hemorragia. Cuando pasó, Anderssen se mantuvo inmóvil, con los ojos cerrados.

Tarzán creyó que había muerto, hasta que, repentinamente, el sueco alzó los ojos hacia los del hombre-mono, emitió un suspiro y dijo, en voz tan baja y débil que apenas era un susurro:

–Craio qui pronto tindrimos incema un vendaval de mail dimoneos.

Y expiró.

XI

Tambudza

Tarzán excavó una sepultura poco profunda para enterrar al cocinero del Kincaid, bajo cuyo repelente exterior latía el corazón de un caballero de gran nobleza. En aquella inhóspita y despiadada jungla, era todo lo que podía hacer por el hombre que había dado su vida mientras intentaba proteger a la esposa e hijo del hombre-mono.

Acto seguido, Tarzán reanudó la persecución de Rokoff. Ahora que tenía la certeza de que la mujer que marchaba por delante de él era realmente Jane, que había vuelto a caer en poder del ruso, a lord Greystoke le parecía que, con toda la extraordinaria rapidez de sus ágiles y veloces piernas, avanzaba a ritmo de tortuga.

Le resultaba muy difícil seguir el rastro, porque en aquella zona de la selva eran muchos los senderos que se cruzaban y entrecruzaban, que se bifurcaban en todas direcciones y que habían pisoteado infinidad de indígenas en sus idas y venidas. Los pies de los porteadores que marchaban detrás de los blancos habían borrado las huellas de éstos y, por encima de todas esas pisadas, otros indígenas y otros animales salvajes imprimieron luego las de sus pies y de sus patas.

Era para desorientar al más pintado; sin embargo, Tarzán continuó en el empeño con toda su perseverancia, recurriendo al olfato allí donde la vista no llegaba. El olfato le parecía en aquella ocasión más eficaz y más digno de confianza que cualquier otro sentido para mantenerse en la verdadera pista. Pero, por más que extremó su atención, la noche le encontró en un punto donde ya no le cupo ni el menor asomo de duda de que seguía la pista equivocada.

Sabía que su tropa iba a mostrarse dispuesta a seguir su rastro, de modo que puso buen cuidado en dejar huellas evidentes, apartando a menudo las enredaderas y quebrando las ramas de los matorrales que bordeaban los senderos. Se preocupaba, además, de dejar en otros puntos emanaciones que revelarían indubitablemente su paso por allí.

Cuando la noche lo tiñó todo de negro, el cielo descargó un diluvio torrencial y el hombre-mono, sumido en la frustración, no pudo hacer otra cosa que ponerse parcialmente a cubierto bajo las ramas de un árbol gigantesco, a la espera de que llegase la mañana. Pero se presentó el amanecer sin que la lluvia amainase lo más mínimo en su intensidad.

Densos nubarrones oscurecieron el sol durante toda una semana, mientras las cataratas celestes seguían manifestando su violencia líquida y los impetuosos vientos de tormenta se llevaban envueltos en su furia los indicios que Tarzán iba dejando, constante pero inútilmente.

Durante todo ese tiempo no vio ni rastro de indígenas, ni de su propia cuadrilla, cuyos miembros temía hubiesen perdido su pista en el curso de aquel terrible temporal. Como el territorio le resultaba extraño, no le había sido posible determinar correctamente su rumbo, ya que ni durante el día pudo contar con la ayuda del sol ni durante la noche pudieron orientarle la luna y las estrellas.

Cuando por fin el sol logró traspasar la densa capa de nubes, en la mañana del séptimo día, sus rayos cayeron sobre un hombre-mono al que le faltaba muy poco para que la desesperación le enloqueciera.

Por primera vez en su vida, Tarzán de los Monos se había perdido en la selva. Que semejante experiencia hubiese caído sobre él precisamente entonces, en momento tan inoportuno, era algo demasiado cruel para poder expresarlo con palabras. En algún lugar de aquella tierra salvaje, su esposa y su hijo se encontraban en las garras del desalmado Rokoff.

¿Qué espantosos tormentos y aflicciones no habrían tenido que sufrir durante aquellos siete días terribles en los que la naturaleza desbarató todos los esfuerzos de Tarzán para localizarlos? John Clayton conocía al ruso tan bien que no albergaba la menor duda de que, impulsado por la rabia que le habría producido el que Jane se le hubiera escapado una vez, unido a la circunstancia de saber que el hombre-mono le seguía a tan poca distancia que podía alcanzarle en cualquier momento, impulsaría seguramente a Rokoff a tomarse su desquite sin pérdida de tiempo cebándose en los prisioneros -Jane y el niño, que volverían a estar en su poder-, sometiéndolos a la venganza más atroz que su depravada fantasía pudiera concebir.

Pero aunque ahora el sol volvía a relucir en el cielo, Tarzán continuaba sin tener el más ínfimo indicio que le señalase la dirección que pudiera seguir. Sabía que Rokoff se alejó del río para perseguir a Anderssen, pero ignoraba si el ruso continuaría adentrándose hacia el interior o si sus intenciones eran las de volver al Ugambi.

El hombre-mono había observado que en el punto donde había desembarcado, el río se estrechaba y su corriente se hacía más rápida, por lo cual supuso no sería navegable, ni siquiera para las canoas, durante mucha más distancia en dirección a sus fuentes. Sin embargo, de no haber vuelto al río, ¿qué dirección habría seguido Rokoff?

A juzgar por el rumbo que tomó Anderssen en su huida con Jane y el niño, Tarzán tenía el convencimiento de que el sueco se había propuesto intentar la formidable hazaña de atravesar el continente hasta Zanzíbar. El que Rokoff se hubiese atrevido a lanzarse a tan azaroso viaje era algo imposible de pronosticar.

El miedo podía inducirle a intentarlo, conocedor de la espeluznante tropa que estaba sobre su pista y de que Tarzán de los Monos le seguía con ánimo de descargar sobre él todo el peso de la venganza que merecía.

Por último, decidió proseguir hacia el nordeste, en dirección al África oriental alemana, hasta que encontrase algún indígena que pudiera informarle acerca del paradero de Rokoff.

Dos días después de que escampase, Tarzán llegó a un poblado indígena, cuyos habitantes huyeron precipitadamente a la jungla apenas sus ojos tropezaron con el hombre-mono. A éste no le hizo ninguna gracia aquel desplante y, para superar la frustración, se lanzó a perseguirlos y tras una breve carrera alcanzó a un joven guerrero. El muchacho llevaba tal miedo en el cuerpo que se sintió incapaz de defenderse, así que soltó las armas y se dejó caer en el suelo, con los ojos amenazando con salírsele de las órbitas y chillando de pánico al ver ante sí al ser que lo había capturado.

Al hombre-mono le costó un trabajo ímprobo tranquilizar al indígena lo imprescindible como para obtener de él una explicación coherente que justificara la causa de tan exagerado terror.

Por boca del negro, Tarzán supo, a copia de paciente interrogatorio, que un grupo de blancos había pasado por la aldea varios días antes. Aquellos hombres habían dicho que los perseguía un abominable diablo blanco y previno a los indígenas, poniéndoles en guardia contra aquella criatura y la horripilante horda de demonios que lo acompañaban.

Gracias a la descripción que dieron los hombres blancos y sus criados negros, el joven guerrero había reconocido en Tarzán al diablo blanco. Y esperaba ver tras él una turba de demonios disfrazados de monos y panteras.

Tarzán vio allí la taimada mano de Rokoff. El ruso intentaba dificultar al máximo el avance de Tarzán y para ello ponía en su contra a los indígenas, promoviendo y sacándoles partido a sus temores supersticiosos.

El nativo informó también a Tarzán de que el hombre blanco que capitaneaba la expedición les había prometido una fabulosa recompensa si mataban al diablo blanco. Cosa que habían tenido intención de hacer si se les presentaba la ocasión. Pero en el momento en que vieron a Tarzán la sangre se les heló en las venas, tal como los porteadores de los hombres blancos les advirtieron que ocurriría.

Al darse cuenta de que el hombre-mono no pretendía hacerle ningún daño, el indígena recobró el ánimo y el valor. Tarzán le sugirió entonces que acompañase al diablo blanco a la aldea y llamase a sus compañeros para que volviesen también, «ya que el diablo blanco ha prometido que no os hará daño alguno si volvéis aquí ahora mismo y contestáis a sus preguntas».

Uno tras otro, los negros fueron regresando al poblado, pero sin tenerlas todas consigo, lo que era evidente en la cantidad de blanco que mostraban los ojos de la mayoría de ellos mientras lanzaban continuas y aprensivas miradas de soslayo al hombre-mono.

El jefe fue uno de los que primero volvió a la aldea y era precisamente a él a quien Tarzán más deseaba interrogar. No perdió tiempo, pues, en entablar conversación con el indígena.

Era un individuo fornido y de baja estatura, de rostro extraordinariamente ruin y degradado y de largos brazos simiescos. Llevaba la falsedad escrita en la cara.

Sólo el pavor supersticioso que lograron imbuirle las patrañas de los blancos y los porteadores negros que formaban la partida de Rokoff le impedía abalanzarse sobre Tarzán y, con la ayuda de los guerreros de la aldea, sacrificarlo allí mismo. Eran un pueblo de antropófagos.