Durante varios días, Jane no volvió a verle. La verdad es que las cualidades marinas de Nicolás Rokoff dejaban mucho que desear y, como desde el inicio de la travesía el Kincaid navegó por aguas agitadas, el ruso se refugió en su litera para soportar mejor el mareo que lo tenía postrado.

Durante ese tiempo, la única persona que visitó a Jane fue un rudo tripulante sueco, el adusto cocinero que le servía la comida. Se llamaba Sven Anderssen y de lo único que podía enorgullecerse -y se enorgullecía- era de que su apellido llevaba dos eses.

Era un hombre alto y esquelético, de aspecto enfermizo, largo bigote amarillento y uñas de luto. Verle introducir hasta el fondo su asqueroso pulgar en aquel estofado que, a juzgar por las veces que lo repetía, lo consideraba el orgullo de su arte culinario, era suficiente para que a la muchacha se le quitara el apetito.

Los ojillos azules y muy juntos de aquel individuo no sostenían nunca la mirada de Jane. Tenía un aspecto ladino, falso, a tono con sus andares gatunos, y aquel conjunto físico se complementaba con la sugerencia siniestra que aportaba el largo cuchillo que siempre llevaba al cinto, sujeto por el cordel grasiento con que se sujetaba el mugriento mandil. A todas luces, aquel cuchillo no era más que una simple herramienta de su oficio; pero la muchacha no podía apartar de su mente la certeza de que la menor provocación bastaría para que el hombre utilizase el cuchillo en menesteres mucho menos pacíficos e inofensivos.

Trataba a Jane de modo huraño, a pesar de que ella siempre le dirigía amables sonrisas y nunca dejaba de darle las gracias cada vez que le llevaba la comida, aunque en la mayoría de las ocasiones, en cuanto el cocinero cerraba la puerta a su espalda, Jane arrojaba aquella bazofia por la portilla del camarote.

Durante las angustiosas jornadas que siguieron a su captura, en el cerebro de Jane Clayton dos cuestiones prevalecían sobre cualquier otra idea: el paradero de su esposo y el de su hijo. Tenía el pleno convencimiento de que el niño se encontraba a bordo del Kincaid, si es que seguía con vida, pero ignoraba si habrían permitido a Tarzán continuar viviendo, después de atraerlo a aquel maldito buque.

Conocía, naturalmente, el intenso odio que sentía el ruso hacia Tarzán, y Jane no ignoraba que sólo por una razón le atrajeron a bordo del barco: para liquidarlo con relativa seguridad en venganza por haber desbaratado los planes que con tanto deleite y perversidad tramara Rokoff y por haber sido finalmente el culpable principal de que encarcelaran al ruso en un presidio francés.

Por su parte, Tarzán yacía en la oscuridad de su calabozo, ajeno por completo al hecho de que su esposa se hallaba prisionera en un camarote situado casi encima del cubículo que ocupaba él.

El mismo sueco que servía a Jane llevaba también la comida a Tarzán, pero aunque el hombre-mono intentó varias veces entablar conversación con aquel hombre, nunca llegó a conseguirlo.

Había confiado en averiguar mediante aquel sujeto si el niño estaba o no a bordo del Kincaid, pero para cada pregunta que se le formulaba sobre tal tema, el hombre siempre respondía lo mismo: «Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos». Así que, tras unas cuantas tentativas infructuosas, Tarzán se dio por vencido.

Durante semanas que a los prisioneros se les antojaron meses, el vapor navegó con rumbo desconocido, hacia nadie sabía dónde. Hizo una escala para reponer carbón y reanudó de inmediato aquel viaje que parecía interminable.

Desde que la encerró en el pequeño camarote, Rokoff sólo había visitado una vez a Jane Clayton. La serie continua de mareos le dejó demacrado y ojeroso. El objeto de la visita era obtener de la muchacha un cheque personal por una suma importante, a cambio del cual se le garantizaba la seguridad personal y el regreso a Inglaterra.

–Cuando me desembarque y me deje sana y salva en un puerto civilizado, con mi esposo y con mi hijo -replicó Jane-, le pagaré en oro el doble de la cantidad que pide. Pero hasta entonces no verá un centavo, ni la promesa de un centavo, bajo ninguna circunstancia.

–A mí me parece que va a darme el cheque que le pido -gruñó el ruso-, o ni su hijo ni su marido desembarcarán en puerto alguno, civilizado o no civilizado.

–No puedo fiarme de usted -contestó Jane-. ¿Qué garantías tengo de que, tras coger mi dinero, no dispondrá luego a su antojo de mí y de los míos, sin molestarse en cumplir su promesa?

–Creo que hará lo que le ordene -afirmó Rokoff, y se dispuso a salir del camarote-. Recuerde que tengo a su hijo… Si por casualidad oye los gemidos agónicos de un niño torturado, tal vez le consuele pensar que el sufrimiento de la criatura se debe a la obstinación de usted… y que ese niño es su hijo.

–¡No hará una cosa así! – exclamó la joven-. No es posible… ¡no es posible que sea tan diabólicamente cruel!

–El cruel no soy yo, sino usted -respondió el ruso-, porque es usted quien permite que una irrisoria cantidad de dinero se interponga entre su hijo y la inmunidad al sufrimiento del niño.

Al final, Jane Clayton acabó extendiendo, firmando y entregando a Nicolás Rokoff un cheque por una alta suma. Con una amplia sonrisa de satisfacción en los labios, el ruso salió del camarote.

Al día siguiente se levantó la trampilla de la celda donde estaba encerrado Tarzán y cuando el hombre-mono alzó la mirada vio la silueta del busto de Paulvitch enmarcada en el cuadrado de claridad.

–Suba -ordenó el ruso-. Pero grábese en la cabeza la seguridad de que le acribillarán a balazos como se le ocurra hacer el menor intento de atacarme a mí o a cualquiera de los que estamos a bordo.

Tarzán subió ágilmente a cubierta. A su alrededor, aunque a prudencial distancia, vio media docena de marineros armados de fusiles y revólveres. Frente a él se encontraba Paulvitch.

Tartán tenía el convencimiento de que Rokoff estaba a bordo. Lo buscó con la mirada, pero no vio el menor rastro del ruso.

–Lord Greystoke -empezó Paulvitch-, a causa de su continua, molesta y ridícula injerencia en los planes del señor Rokoff ha acabado por colocarse usted y colocar a su familia en esta desdichada situación. Algo que sólo debe agradecer a sí mismo. Como puede suponer, financiar esta expedición le representa al señor Rokoff un gasto considerable y como la culpa de ese enorme dispendio es exclusivamente suya, de usted, lo lógico es que el señor Rokoff trate de que usted se la reembolse.

»Es más, me atrevo a decir que sólo atendiendo las justas demandas del señor Rokoff puede usted evitar las desagradabilísimas consecuencias que esto puede tener para su esposa y su hijo, y al mismo tiempo conservar la vida y recobrar la libertad.

–¿A cuánto asciende la suma en cuestión? – preguntó Tarzán-. ¿Y con qué garantías cuento de que cumplirán este acuerdo en su totalidad? Tengo razones más que suficientes para desconfiar de dos criminales tan redomados como Rokoff y usted, ya sabe.

Paulvitch se puso como la grana.

–No se encuentra precisamente en la situación ideal para permitirse el lujo de insultarnos -dijo-. Aparte de mi palabra, no tiene seguridad ninguna de que cumpliremos el acuerdo, pero de lo que sí puede estar seguro es de que acabaremos con usted en seguida, caso de que se niegue a extender el cheque que le pedimos.

»A menos de que sea infinitamente más imbécil de lo que imagino, se habrá dado cuenta ya de que nada nos proporcionaría mayor placer que ordenar a esos hombres que le cosan a balazos. Si no lo hacemos, ello se debe a que hemos ideado otras formas de castigo más sutiles y matarle estropearía esos planes nuestros.

–Respóndame a una pregunta -pidió Tarzán-. ¿Está mi hijo a bordo de este barco?

–No -repuso Alexis Paulvitch-, su hijo está a buen recaudo en otro sitio; no lo sacrificaremos hasta que usted se haya negado de manera definitiva a acceder a nuestras peticiones. Si se hace necesario matarle a usted, no habrá ninguna razón para dejar con vida al niño, puesto que desaparecida la única persona a la que deseamos castigar a través de la criatura, ésta no representará para nosotros más que una fuente constante de molestias y peligros. Comprenderá, por lo tanto, que sólo puede salvar la vida de su hijo mediante la salvación de la suya propia y que sólo puede salvar su propia vida entregándonos el cheque que le pedimos.

–Muy bien -se avino Tarzán, convencido de que estaban dispuestos a cumplir la siniestra amenaza que Paulvitch había expresado y de que existía la remota esperanza de que, accediendo a las exigencias de aquellos miserables, pudiera salvar al niño.

Ni por asomo pensó que entrase en el terreno de lo probable la posibilidad de que le permitieran seguir viviendo una vez hubiese estampado su firma en el talón. Pero estaba firmemente decidido a plantearles una batalla que nunca olvidarían y en el curso de la cual posiblemente se llevara a Paulvitch consigo a la eternidad. Sólo lamentaba que no estuviese allí Rokoff.

Se sacó del bolsillo el talonario y la estilográfica.

–¿Cuánto? – preguntó.

Paulvitch citó una cifra desmesurada.