Al contar con la palabra de lord Greystoke, que les garantizaba que no iban a procesarles por su participación en los delitos de los dos rusos, los miembros de la tripulación se apresuraron con gozosa diligencia a cumplir sus obligaciones marineras.
Liberados de su confinamiento en la bodega, los animales vagaban por cubierta, con gran inquietud por parte de la dotación, en cuya mente permanecían vivas aún las escenas de la ferocidad con que aquellos animales se ensañaron con sus compañeros muertos bajo sus colmillos y zarpas. Aquellas fieras todavía daban la impresión de estar deseando cebarse de nuevo en la blanda carne de ulteriores presas.
Sin embargo, ante la mirada atenta de Tarzán y de Mugambi, Sheeta y los monos de Akut reprimieron sus voraces deseos, de forma que los hombres que trabajaban sobre la cubierta se encontraban entre los animales mucho más seguros de lo que podían imaginar.
Por fin, el Kincaid se deslizó Ugambi abajo y salió a las rutilantes aguas del Atlántico. Tarzán y Jane Clayton observaron la línea de la costa, cuya vegetación iba retrocediendo tras la estela del buque y, por una vez, el hombre-mono se apartó de su tierra natal sin un solo ramalazo de pesadumbre.
Ningún barco de los que surcaban los siete mares podía alejarle de África, para reanudar la búsqueda de su hijo perdido, con la mitad de la rapidez que la impaciencia del inglés hubiera deseado, y a la nerviosa mente del afligido padre le parecía que el Kincaid apenas se movía sobre las aguas.
Pese a lo cual, el buque avanzaba a buen ritmo, incluso aunque diera la sensación de estar parado, y las bajas colinas de la Isla de la Selva no tardaron en surgir a la vista, destacando por poniente sobre la línea del horizonte.
En el camarote de Alexander Paulvitch, el mecanismo de la caja negra continuaba desgranando su aparentemente infinito y monótono tic tac. Sin embargo, segundo tras segundo, la manecilla que sobresalía por el borde de una de sus ruedas se iba acercando paulatinamente al extremo de la saeta que Paulvitch había fijado en cierto punto preciso de la esfera situada junto al mecanismo de relojería. Cuando aquellas dos agujas se encontraran, el tic tac cesaría… para siempre.
Jane y Tarzán se encontraban en el puente. Miraban hacia la Isla de la Selva. Los miembros de la tripulación se encontraban en la parte de proa y también contemplaban la tierra que parecía emerger del océano. Los animales preferían la sombra de la cocina, donde dormían acurrucados. Todo era paz, quietud y silencio en el barco y sobre la superficie de las aguas.
De pronto, sin previo aviso, el techo de la cabina salió volando por los aires, una nube de humo denso se elevó a gran altura por encima del Kincaid y resonó el impresionante estruendo de un estallido que hizo estremecer el barco de proa a popa.
Una algarabía ensordecedora se desencadenó automáticamente sobre la cubierta. Los simios de Akut, aterrados por la explosión, corrían desaladamente de un lado para otro, sin dejar de emitir rugidos y gruñidos que ponían los pelos de punta. Sheeta saltaba de aquí para allá, lanzando al aire su miedo en forma de espantosos alaridos que eran como flechas de hielo que atravesaban el corazón de los tripulantes del Kincaid.
Mugambi también temblaba. Sólo Tarzán de los Monos y su esposa conservaban la calma. Apenas se interrumpió la lluvia de escombros y cuando todos los restos hubieron caído, el hombre-mono se encontraba ya entre las fieras, calmando sus temores, dirigiéndoles la palabra en tono bajo y apaciguador, acariciándoles los velludos cuerpos y asegurándoles persuasivamente, como sólo él era capaz de hacerlo, que el peligro inmediato ya había pasado.
Un examen de la situación le indicó que el mayor peligro, en aquellos momentos, residía en el fuego, porque las llamas lamían ávidas las astilladas tablas de la cabina, habían ascendido a través del enorme boquete que la explosión había abierto y empezaban a prender en la cubierta inferior.
Era un auténtico milagro que ningún integrante de la dotación del buque hubiera resultado herido a consecuencia de la voladura, cuya causa y origen fue siempre un misterio para todos, menos para uno: el marinero que sabía que Paulvitch estuvo la noche anterior a bordo del Kincaid e hizo una visita a su camarote. El tripulante en cuestión supuso la verdad, pero la prudencia selló sus labios. Indudablemente, no le irían demasiado bien las cosas al hombre que, durante su guardia nocturna, permitió que el archienemigo de todos subiese al buque, donde luego tuvo ocasión de disponer un mecanismo infernal que los enviarla al otro mundo. No, el marinero decidió que lo mejor era guardar aquello en secreto.
Como las llamas se extendían con cierta rapidez, a Tarzán le resultó claro que lo que había ocasionado la explosión, fuera lo que fuese, había esparcido alguna sustancia altamente inflamable sobre el maderamen circundante, ya que el agua que la bomba proyectaba sobre el fuego parecía avivarlo más que extinguirlo.
Quince minutos después del estallido, espesas nubes de humo negro se elevaban desde la bodega del sentenciado buque. Las llamas habían llegado a la sala de máquinas y la nave ya no se aproximaba a la orilla. Su triste destino era tan cierto como si las aguas se hubieran engullido sus restos achicharrados y humeantes.
–Es inútil seguir a bordo -le comentó el hombre-mono al piloto-. No estamos nada seguros, pero es posible que se produzcan más explosiones y no nos quedan esperanzas de salvar el buque. Lo mejor que podemos hacer es arriar los botes sin perder más tiempo y remar hacia la costa.
No había otra alternativa. Aunque, eso sí, a los marineros les fue posible recoger y llevarse sus pertenencias, porque, si bien el fuego había consumido todo lo que la explosión no destruyó en las inmediaciones de la cabina de mando, las llamas aún no habían llegado al castillo de proa.
Se echaron al agua dos botes y como el mar estaba tranquilo, llegar a tierra no presentó grandes dificultades. Impacientes y nerviosas, las fieras de Tarzán olfatearon el aire familiar de su isla, mientras iban aproximándose a la playa, y apenas la quilla de proa tocó la arena, Sheeta y los monos de Akut saltaron por la borda y salieron disparados hacia la jungla.
Una semisonrisa animó los labios de Tarzán mientras contemplaba su carrera.
–Adiós, amigos míos murmuró-. Habéis sido unos aliados estupendos y leales. Os echaré de menos.
–Pero volverán, ¿verdad, querido? – preguntó Jane Clayton, junto a él.
–Puede que sí, puede que no -repuso el hombre-mono-. Desde que se les obligó a convivir con tantos seres humanos a su alrededor no se han sentido nada a gusto. A Mugambi y a mí, solos, nos aceptaban mejor porque, al fin y al cabo, el negro y yo no somos más que medio humanos. Sin embargo, tú y los miembros de la tripulación sois excesivamente civilizados para mis fieras… Huyen de vosotros. No cabe duda de que no pueden fiarse de sí mismas, de que al estar tan cerca de unos bocados tan exquisitos como vosotros representáis para ellas, existe el constante peligro de que, por equivocación, por instinto o inconscientemente, en un momento determinado os lancen una dentellada.
–Pues a mí me parece que de quien huyen es de ti -Jane se echó a reír-. Siempre estás prohibiéndoles que hagan cosas que esos animales no ven por qué no pueden hacerlas. Son como niños a los que les encantaría aprovechar la oportunidad de escapar
de la zona donde la disciplina paterna es ley.
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