De todas formas, si vuelven confío en que no lo hagan por la noche.
–O muertas de hambre, ¿verdad? – rió también Tarzán.
Durante las dos horas siguientes al desembarco, el grupo contempló el espectáculo del incendiado buque que acababan de abandonar. Luego, debilitado por la distancia, llegó a ellos el estruendo de una segunda explosión. Acto seguido, el Kincaid aumentó la rapidez de su hundimiento y en cuestión de minutos desapareció bajo la superficie del océano.
La causa de la segunda explosión fue mucho menos misteriosa que la del primer estallido: el piloto la atribuyó al hecho de que las llamas alcanzaron las calderas y las hicieron reventar. Pero la causa de la primera explosión constituyó motivo de innumerables especulaciones e hipótesis para la partida de náufragos desembarcados en la isla.
XX
De nuevo en la Isla de la Selva
En lo primero que tuvieron que pensar los miembros de la partida fue en localizar agua potable y establecer un campamento, porque ninguno ignoraba que su permanencia en la Isla de la Selva acaso se prolongara durante meses e incluso años.
Tarzán conocía la situación del manantial más cercano y hacia allí se encaminó de inmediato el grupo. Los hombres pusieron manos a la obra y empezaron a construir cabañas y muebles rudimentarios, mientras Tarzán se adentraba en la selva en busca de piezas que cazar para alimentarse. Dejó a Mugambi y a la mujer mosula encargados de cuidar de Jane, cuya seguridad por nada del mundo hubiera confiado a ninguno de los patibularios miembros de la tripulación del Kincaid.
La angustia de lady Greystoke era mucho más intensa que la de cualquier otro de los náufragos, porque el golpe que habían sufrido sus esperanzas y su ya lacerado corazón de madre no estribaba en las privaciones físicas, sino en el temor de que tal vez nunca llegase a conocer el destino de su hijo primogénito, de que le era imposible hacer nada para descubrir su paradero y para mejorar su situación… una situación que en la mente imaginativa de la dama adoptaba las formas más aterradoras.
Durante quince días, el grupo de náufragos distribuyó su tiempo entre las diversas tareas encomendadas a cada uno de ellos. Se mantenía una guardia diurna, desde el amanecer hasta el ocaso: un centinela permanecía apostado en un acantilado próximo al campamento, un saliente rocoso que dominaba el mar. En la cima del mismo, un enorme montón de ramas secas aguardaba el momento oportuno para que el centinela le prendiese fuego de inmediato, mientras que en lo alto de un poste plantado en el suelo ondeaba la improvisada señal de socorro dispuesta con una camiseta roja que pertenecía al piloto del Kincaid.
Pero en la línea del horizonte no apareció ningún punto que pudiera concretarse en un velamen o en una serie de pequeñas nubes de humo dispuestas a recompensar el esfuerzo que realizaban los fatigados ojos en su eterna y desesperada vigilia, escrutando día tras día la inmensidad del océano.
Al final, Tarzán propuso construir una embarcación en la que pudieran intentar el regreso al continente. Sólo él estaba en condiciones de enseñarles a fabricarse toscas herramientas, y cuando la idea arraigó en el cerebro de los hombres, éstos se mostraron deseosos de iniciar cuanto antes la tarea.
Pero a medida que el tiempo fue pasando, aquello empezó a parecerles cada vez más una especie de trabajos de Hércules y los refunfuños y las peleas hicieron acto de presencia con creciente repetición, de modo que a los otros peligros que acechaban en la isla se añadieron las disensiones y los recelos.
A Tarzán empezó a asustarle de veras dejar a Jane entre aquellos semisalvajes que eran los tripulantes del Kincaid. Pero no tenía más remedio que salir de caza, porque no había nadie más capacitado que él para adentrarse en la selva en busca de carne y volver con alguna pieza. A veces, Mugambi le sustituía en tal menester, pero el venablo y las flechas del negro distaban mucho conseguir los resultados que lograba el hombre-mono con su cuchillo y su lazo.
Por último, los hombres empezaron a escurrir el bulto y a abandonar el trabajo para irse a la jungla, por parejas, con el fin de explorar el terreno y cazar algo que comer. Durante todo ese tiempo, ninguno de los náufragos vio el menor rastro de Sheeta, Akut o cualquiera de los otros simios gigantescos, aunque Tarzán sí los divisaba a veces en la selva, durante sus salidas de caza.
Y mientras las cosas empeoraban cada vez más en el campamento de los supervivientes del Kincaid, en la orilla oriental de la Isla de la Selva, otro campamento se establecía en el extremo norte de su costa.
Allí, en una ensenada, había fondeado una pequeña goleta, la Cowrie, cuya cubierta se enrojeció con la sangre de los oficiales y de unos cuantos miembros de la tripulación que se mostraron fieles a un mando que había cometido el fatídico error de enrolar en la dotación a individuos como Gust, Momulla el Maori y el superdiabólico Kai Shang, de Foshan.
Había unos cuantos más, diez en total, escoria de los puertos de los siete mares, pero Gust, Momulla y Kai Shang, personificación de la astucia taimada, eran los cerebros de la cuadrilla. Estos fueron los cabecillas que promovieron la rebelión al objeto de apoderarse del cargamento de perlas que transportaba la Cowrie y repartirse el botín.
Kai Shang asesinó al capitán de la nave mientras dormía en su litera y Momulla el Maorí dirigió el ataque contra el oficial de guardia.
De acuerdo con su solapada y peculiar costumbre, Gust se las ingenió para que fuesen otros quienes cometiesen los homicidios. No es que Gust tuviera escrúpulos de conciencia sobre ese particular. Todo era cuestión de seguridad personal. Ahí estaba el quid del asunto: siempre existe cierto factor de riesgo en el asesinato, porque las víctimas de un ataque mortal rara vez aceptan voluntariamente que les quiten la vida. Siempre existe el peligro de que ofrezcan resistencia, de que planten cara al asesino. Y era esa posibilidad de lucha lo que Gust prefería eludir.
Pero ahora que la tarea estaba cumplida, el sueco aspiraba al cargo de cabecilla supremo de los amotinados. Incluso se había apropiado y utilizaba sin recato determinados objetos pertenecientes al inmolado capitán de la Cowrie… Prendas de vestir que, casualmente, llevaban distintivos e insignias de autoridad.
Kai Shang se mostraba disgustado y mustio. La autoridad no le seducía en absoluto y, desde luego, no albergaba la menor intención de someterse al dominio de un vulgar marinero sueco.
Las semillas del descontento, pues, estaban sembradas ya en el campamento que los amotinados de la Cowrie habían establecido en el extremo septentrional de la Isla de la Selva. No obstante, Kai Shang se daba perfecta cuenta de que debía actuar con discreción, porque, entre toda aquella chusma, Gust era el único que tenía suficientes conocimientos del arte de navegar para pilotar el buque Atlántico Sur abajo, rodear el Cabo y poner rumbo a aguas más tranquilas, donde fuera posible encontrar un mercado en el que vender las mal adquiridas riquezas, sin que les formularan preguntas embarazosas.
El día antes de que avistasen la Isla de la Selva y descubriesen el pequeño puerto natural en el que ahora permanecía tranquilamente anclada la Cowrie, el vigía divisó en el horizonte el humo y las chimeneas de un buque de guerra que surcaba el océano por el sur.
La posibilidad de que una nave de la Armada acudiese a investigar y les interrogara no les hacía maldita la gracia a ninguno de ellos, así que se refugiaron en la cala, dispuestos a permanecer escondidos allí hasta que hubiera pasado el peligro.
Ahora, Gust no deseaba aventurarse saliendo a mar abierto. Insistió en que no podían estar seguros de que el buque de guerra que habían visto no anduviera buscándoles precisamente a ellos. Kai Shang señaló que de ninguna manera tal podía ser el caso, puesto que resultaba imposible que ningún ser humano, aparte ellos mismos, estuviese enterado de los acontecimientos ocurridos a bordo de la Cowrie.
Pero Gust no daba su brazo a torcer. En su perverso corazón anidaba el germen de un plan que le permitiría incrementar en algo así como un ciento por ciento su parte del botín. Como él era el único en condiciones de gobernar la Cowrie, los demás no podían abandonar la Isla de la Selva y dejarle al í. ¿Pero qué podía impedir a Gust, con la colaboración de los marineros precisos para tripular la goleta, dar esquinazo a Kai Shang, Momulla el Maorí y media docena de tripulantes, caso de que se presentara una ocasión propicia?
Esa era la oportunidad que Gust esperaba. Tarde o temprano llegaría el momento en que Kai Shang, Momulla y tres o cuatro de los otros se habrían ausentado del campamento, andarían explorando la selva o a la búsqueda de una pieza que cazar. El sueco se estrujaba el cerebro continuamente, tratando de idear alguna treta que le permitiese inducir a alejarse a los que había decidido abandonar. Era necesario que se hallasen en un lugar desde donde no pudieran ver la goleta.
A tal objeto, organizaba partidas de caza en continua sucesión, pero el demonio de la perversidad parecía irrumpir siempre en el alma de Kai Shang, de forma que el astuto chino no salía nunca a cazar como no fuera acompañado del propio Gust.
Un día, Kai Shang vertió en la morena oreja de Momulla el Maorí, en voz baja, las sospechas que alimentaba respecto al sueco. Momulla propuso lanzarse inmediatamente sobre el traidor y atravesarle el corazón con un cuchillo de larga hoja.
Ciertamente, Kai Shang no tenía más pruebas que la astucia natural propia de su pérfido espíritu… Imaginaba las intenciones de Gust basándose en lo que él mismo haría de mil amores si contara con los medios adecuados para ello.
Pero no se atrevió a dejar que Momulla matara al sueco, que era la persona con la que contaban para que los condujese a su punto de destino.
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