Llegaron a la conclusión, no obstante, de que nada perdían si intentaban asustar a Gust para que accediese a sus exigencias, y con ese objetivo en la cabeza el maorí fue en busca del hombre que se había autoerigido en jefe de la cuadrilla.
Cuando le planteó la propuesta de hacerse a la mar inmediatamente, Gust presentó su argumento contrario habitual: lo más probable sería que el buque de guerra patrullase por el mar directamente por la ruta hacia el sur que ellos tenían que emprender, a la espera de que ellos tratasen de alcanzar otras aguas.
Momulla se burló de los temores de su camarada y alegó que como en el buque de guerra no iba nadie que estuviese enterado del motín a bordo de la Cowrie, no existía razón alguna para que sospechasen de ellos.
–¡Ah! – exclamó Gust-. En eso te equivocas. Por suerte para vosotros, contáis con un hombre culto como yo, que puede deciros lo que debéis hacer. Tú eres un salvaje ignorante, Momulla, y no tienes la más remota idea de lo que es la radio.
El maori se puso en pie de un salto y su diestra fue rauda a la empuñadura del cuchillo.
–¡No soy ningún salvaje! – vociferó.
–Era una broma -se apresuró el sueco a echarse atrás-. Somos viejos amigos, Momulla; no vamos a pelearnos por una tontería. No podemos permitirnos ese lujo, al menos mientras el viejo Kai Shang esté pensando en la manera de birlarnos las perlas y quedarse con todo. Si encontrara alguien que supiese pilotar la Cowrie, antes de que nos diésemos cuenta nos habría dejado tirados aquí. Todo ese interés suyo en que nos larguemos de una vez es porque sin duda le ronda por la cabeza algún plan para desembarazarse de nosotros.
–Pero eso de la radio -preguntó Momulla-. ¿Qué tiene que ver la radio con que sigamos aquí?
–Ah, sí -repuso Gust, al tiempo que se rascaba la cabeza. Se preguntó si el maorí sería tan majadero como para tragarse la absurda trola que iba a endosarle-. ¡Ah, sí! Verás, todos los buques de guerra van equipados con lo que llaman un aparato de radio. Ese trasto les permite hablar con otros barcos que se encuentran a centenares de millas de distancia y también escuchar lo que se dice en esos otros barcos. Así que, como puedes comprender fácilmente, cuando os liasteis a tiros con la oficialidad del Cowriey los matasteis a todos, armasteis un follón de mil demonios y no cabe duda de que un buque de guerra andaba por el sur y lo escuchaba todo. Naturalmente, es posible que no se enterasen del nombre de la nave, pero lo que sí es seguro es que oyeron lo suficiente como para saber que la tripulación de un buque se amotinó y asesinó a todos los oficiales. De modo que, ya ves, estarán patrullando por ahí y durante bastante tiempo se dedicarán a registrar todos los buques que avisten. Y tal vez en estos momentos no se encuentran muy lejos.
El sueco dejó de hablar y se esforzó en adoptar una actitud de convincente suficiencia para que su interlocutor no recelase lo más mínimo acerca de la veracidad del cuento que le había soltado.
Momulla permaneció sentado un rato, con la vista fija en Gust. Por último se levantó.
–Eres un embustero de no te menees -dijo-. Si para mañana no nos has sacado de aquí, no tendrás ocasión de contar más patrañas, porque conozco un par de tipos que se mueren por envainar sus cuchillos en tu cuerpo y que lo harán si los retienes un poco más en este agujero.
–Ve y pregúntale a Kai Shang si existe o no existe la radio -replicó Gust. Ya verás como te dice que sí y que a través de ella los barcos pueden hablar unos con otros aunque los separen cientos de millas de agua. Después vas a esos dos fulanos que quieren liquidarme y les explicas que, si se dan ese gusto, no vivirán para disfrutar de su parte del botín, porque yo soy el único que puede llevarlos sanos y salvos a cualquier puerto.
Así, pues, Momulla se presentó ante Kai Shang y le preguntó si había un cacharro que se llamaba radio y por el cual la gente de los barcos podían hablarse unos con otros aunque estuviesen muy lejos entre sí. Kai Shang le respondió afirmativamente.
Momulla se quedó desconcertado, pero, con todo, seguía deseando marcharse de la isla; prefería arriesgarse a una persecución en mar abierto a seguir con la aburrida monotonía del campamento.
–¡Si contásemos con alguien que supiera llevar un barco! – se quejó Kai Shang.
Aquella tarde, Momulla salió de caza con otros dos maoríes. Se dirigieron hacia el sur y no se habían alejado mucho del campamento cuando les sorprendió el ruido de unas voces que se oían en la selva, por delante de donde se encontraban.
Sabían que ningún otro miembro de su partida los precedía y, como estaban convencidos de que aquella era una isla deshabitada, su primer impulso fue salir huyendo presa del terror, dando por real la suposición de que aquel sitio estaba hechizado… acaso por los fantasmas de los asesinados marineros y oficiales de la Cowrie.
Pero en el ánimo de Momulla la curiosidad era más fuerte que la superstición, de modo que dominó su natural deseo de huir de lo sobrenatural. Indicó a sus compañeros que imitaran su ejemplo, se puso a gatas y, mientras el corazón le latía a saltos tremendos, avanzó sigilosamente a través de la selva, hacia el lugar donde sonaban las voces de los invisibles hablantes.
Se detuvo al llegar al borde de un claro y dejó escapar un profundo suspiro de alivio, porque frente a él, sentados encima de un tronco caído, dos hombres de carne y hueso conversaban animadamente.
Uno era Schneider, piloto del Kincaid, el otro, un marinero llamado Schmidt.
–Creo que podemos conseguirlo, Schmidt -decía Schneider-. No nos costará mucho construir una buena canoa y, si el viento es favorable y la mar está razonablemente tranquila, en una jornada, remando, llegaríamos al continente. Es una tontería esperar a que la gente construya una embarcación lo bastante grande para trasladar a toda la partida, porque ya ves que el que más y el que menos está hasta las narices de trabajar como un esclavo de sol a sol. A mí me importa un rábano salvar al inglés. Que se las componga como pueda, digo yo. – Hizo una pausa y, tras observar atentamente el efecto que sus palabras surtían sobre su acompañante, continuó-: Claro que sí podemos llevarnos a la mujer. Sería vergonzoso abandonar a una preciosidad como esa dama en un sitio tan dejado de la mano de Dios como esta isla.
Schmidt alzó la cabeza y sonrió.
–Conque esas tenemos, ¿eh? – dijo-. ¿Por qué no empezaste por ahí? ¿Qué saco yo del asunto, si te echo una mano?
–La dama nos pagará bien si la devolvemos a la civilización -explicó Schneider- y te prometo que compartiré los beneficios con el par de ayudantes que necesito.
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