La mitad para mí y la otra mitad para los que me ayuden… tú y el otro, sea quien sea. Este lugar me pone enfermo, y cuanto antes me largue de él, tanto mejor. ¿Qué me dices?

–De acuerdo -respondió Schmidt. Yo solo no me veo capaz de llegar al continente y sé que lo mismo les sucede a los demás, así que como tú eres el único que entiende algo del arte de navegar, a ti me pegaré como una lapa.

Momulla el Maorí era todo oídos. Entendía alguna palabra que otra de todos los lenguajes que se hablaban por los mares y había trabajado en más de un barco británico, de modo que en cuanto empezó a captar la conversación de Schneider y Schmidt se formó una idea bastante atinada de lo que urdía aquella pareja.

Se puso en pie y entró en el claro. Schneider y su compañero se sobresaltaron y su respingo fue tan nervioso como si ante ellos hubiera surgido de pronto un fantasma. La mano de Schneider descendió rauda hacia la culata del revólver. Momulla alzó la diestra, con la palma por delante, indicando con aquel gesto que sus intenciones eran pacíficas.

–Soy un amigo -anunció-. Os he oído, pero podéis estar tranquilos, no revelaré a nadie vuestra conversación. Puedo ayudaros y vosotros podéis ayudarme a mí. – Se dirigía a Schneider-. Sabes gobernar un barco, pero no tienes barco. Nosotros tenemos un barco, pero no sabemos gobernarlo. Si queréis venir con nosotros, sin formi ilar pregunta alguna, dejaremos que lleves el barco a donde te plazca, después de habernos desembarcado en un puerto cuyo nombre te daré más adelante. Puedes llevar a la mujer de la que hablabas y nosotros tampoco haremos ninguna pregunta. ¿Trato hecho?

Schneider deseó más información y obtuvo tanta como Momulla juzgó oportuno proporcionarle. Después, el maorí sugirió que se entrevistase con Kai Shang. Los dos tripulantes del Kincaid acompaliaron a Momulla y sus dos camaradas hasta un punto de la selva próximo al campamento de los amotinados. Momulla los dejó escondidos allí mientras él iba en busca de Kai Shang, no sin antes advertir a sus compañeros maories que vigilasen de cerca a los dos marineros, no fuera caso que cambiaran de idea y les diese por intentar la huida. Aunque no lo sabían, Schneider y Schmidt estaban virtualmente prisioneros.

Momulla no tardó en volver acompañado de Kai Shang, al que había referido en pocas palabras los detalles del golpe de suerte que la diosa Fortuna había lanzado sobre ellos. El chino habló con Schneider largo y tendido, hasta que, pese a sus naturales recelos respecto a la sinceridad del prójimo, no tardó en llegar al convencimiento de que Schneider era un sinvergüenza tan grande como él y de que el individuo tenía tantas ganas como él de abandonar la isla.

Aceptadas esas dos premisas, cabían pocas dudas de que Schneider sería de fiar, en lo que afectaba a su aceptación para el cargo de capitán del Cowrie. Posteriormente, ya se encargaría Kai Shang de dar con los medios adecuados para obligarle a someterse a sus ulteriores deseos.

Cuando Schneider y Schmidt se despidieron para emprender el regreso a su propio campamento, experimentaban una sensación de alivio como no la habían sentido en mucho tiempo. Por fin contaban con un plan factible que les permitiría abandonar la isla a bordo de un barco con garantías. Ya no era preciso que se mataran trabajando en la construcción naval, ni que tuvieran que arriesgar la vida navegando a bordo de una embarcación rudimentaria, de fabricación casera, que lo más probable era que zozobrase y se hundiera en el océano antes de llegar a la tierra firme del continente.

Además, dispondrían de ayuda para apoderarse de la mujer, mejor dicho, de las mujeres, ya que en cuanto Momulla se enteró de que en el otro campamento había una mujer de color insistió en que se la llevaran también, junto con la mujer blanca.

Kai Shang y Momulla llegaron a su campamento con la idea bien asentada en la cabeza de que Gust ya no les hacía ninguna falta. Se encaminaron directamente a la tienda de su víctima, donde estaban seguros iban a encontrarlo a aquella hora del día, porque si bien la cuadrilla se hubiera encontrado más cómoda a bordo de la goleta, habían decidido de mutuo acuerdo que sería más seguro que todos sin excepción asentaran sus reales en un campamento montado en tierra.

Cada uno de los miembros de aquella banda sabía que el corazón de los demás albergaba suficiente felonía para que resultase una temeridad que cualquiera de ellos bajase a tierra dejando a los demás la posesión de la Cowrie, de forma que no se permitía que, en un momento determinado, estuviesen a bordo dos o tres personas, a menos que el resto de la partida se encontrase también allí.

Mientras atravesaban el campamento en dirección a la tienda de Gust, el maorí pasó el sucio y encallecido pulgar por el filo de su cuchillo. De haber observado aquel significativo gesto o de haber podido leer los siniestros pensamientos que se agitaban por las circunvoluciones del cruel cerebro del moreno individuo, el sueco no las hubiera tenido todas consigo, ni mucho menos.

Se dio la circunstancia, sin embargo, de que Gust se encontraba en aquel momento en la tienda del cocinero, que estaba a dos pasos de la suya. Así que oyó acercarse a Kai Shang y a Momulla, aunque, naturalmente, ni por soñación se le ocurrió que tal llegada tuviera algún significado especial para él.

El azar quiso, no obstante, que lanzara un vistazo por la entrada de la tienda del cocinero en el preciso instante en que Kai Shang y Momulla llegaban a la puerta de la suya. Creyó notar cierto sigilo cauteloso en sus movimientos, lo que quería decir que sus intenciones tenían poco de amistosas. Luego, cuando penetraban en la tienda, Gust vislumbró el reflejo del largo cuchillo que Momulla el Maorí sostenía a la espalda.

El sueco puso unos ojos como platos y una extraña sensación sacudió la raíz de su cabello. Y bajo el tono atezado de su piel se extendió la lividez.