Nos separaremos. Tú irás a la escuela. Tendrás profesores con cruces con blancos lazos. Yo tendré una profesora en una escuela de la costa oriental, sentada bajo un retra­to de la reina Alejandra. Allá iré, como Susan y Rhoda. Esto es solamente aquí, esto es solamente ahora. Ahora yacemos bajo los groselleros, y cuando la brisa sopla quedamos con todo el cuerpo motea­do. Mi mano es como una piel de serpiente. Mis rodillas son rosadas islas flotantes. Tu rostro es como ¡in manzano bajo una red.»

«El calor se va», dijo Bernard, «de la jungla. Ne­gras alas baten las hojas sobre nosotros. La señorita Curry ha tocado el silbato en la terraza. Arrastrán­donos debemos salir del cobijo de las hojas del gro­sellero y andar erguidos. Llevas ramitas en el pelo, Jinny. Y veo una oruga verde en tu cuello. Forma­remos en dos de a fondo. La señorita Curry nos lle­vará a dar un brioso paseo, mientras la señorita Hudson se queda sentada ante su mesa haciendo cuentas.»

«Es aburrido», dijo Jinny, «caminar por la ca­rretera, sin ventanas por las que mirar, sin legaño­sos ojos de azules cristales por los que ver la calle.»

«Debemos formar por parejas», dijo Susan, «y andar en buen orden, sin arrastrar los pies, sin re­zagarnos, con Louis al frente abriendo marcha, por­que Louis es despierto y no es maula.»

«Como sea que, según afirman», dijo Neville, «soy tan delicado que no puedo ir con ellos, porque me canso muy fácilmente y luego caigo enfermo, em­plearé esta hora de soledad, este alto en el conver­sar, para merodear por la casa y revivir, si puedo, por el medio de situarme en el mismo punto de la escalera, a mitad del descansillo, la sensación que tuve al oír hablar del muerto, a través de la puerta batiente, anoche, mientras la cocinera metía y sa­caba pasteles del horno. Lo encontraron degollado. Las hojas del manzano quedaron clavadas fijas en el cielo. La luna miraba y miraba. Me sentía incapaz de levantar el pie para subir un peldaño. Lo encon­traron en el arroyo. La sangre corría por el arroyo. Tenía la quijada blanca como el bacalao muerto. A esa rigidez, a esa inmovilidad estricta, la llamaré para siempre jamás "muerte entre los manzanos". Allí estaban las flotantes nubes de pálido gris. Y el inexorable árbol. La leve ondulación de mi vida no servía de nada. No podía pasar. Había un obs­táculo.