Dije: "No puedo superar este obstáculo inin­teligible." Y los otros pasaron. Pero estamos conde­nados, todos nosotros, por los manzanos, por el inexorable árbol que no podemos pasar.

»Ahora la rigidez, la estricta inmovilidad, está superada. Proseguiré mi inspección de los lugares de la casa a última hora de la tarde, al ocaso, cuando el sol pone oleaginosas manchas en el linóleo, y una grieta de luz se arrodilla en la pared, y da a las patas de la silla la apariencia de estar quebradas.»

«He visto a Florrie en el huerto», dijo Susan, «al regresar del paseo, y estaba con la colada hinchada a su alrededor, los pijamas, los calzoncillos, los ca­misones, muy hinchados. Y Ernest la ha besado. Er­nest iba con el delantal verde y estaba limpiando plata. Tenía los labios fruncidos, con arrugas como la boca de una bolas de cordel, y la cogió en sus brazos con el pijama hinchado entre ellos. Ernest estaba ciego como un toro, y Florrie se pasmó de temor, únicamente las rojas venas minúsculas da­ban color a sus blancas mejillas. Ahora, a pesar de que nos pasan bandejas de pan con mantequilla y vasos de leche, a la hora del té, veo una hendidura en la tierra, de ella sale silbando ardiente vapor. Y la tetera ruge, como rugía Ernest, y estoy hin­chada y tersa como el pijama, incluso mientras mis dientes se hunden en el blando pan con mantequilla y sorbo la leche dulce. No temo al calor, ni temo al helado invierno. Rhoda sueña, mientras chupa la corteza de pan mojada en leche. Louis contempla la pared frente a él, con ojos del verde color de los caracoles. Bernard forma bolitas con miga de pan y las llama "gente". Neville, con sus ademanes lim­pios y concluyentes, ya ha terminado. Ha enrollado la servilleta y ha deslizado en ella la argolla de plata. Jinny efectúa movimientos circulares con los dedos sobre el mantel, como si bailaran al sol, en una sucesión de piruetas. Pero no temo al calor, ni al helado invierno.»

«Ahora», dijo Louis, «nos levantaremos todos, nos pondremos en pie. La señorita Curry abre el ancho libro negro y lo deja sobre el armonio. Es difícil reprimir el llanto mientras cantamos, mien­tras rogamos a Dios que nos proteja en el sueño y nos llame hijos. Cuando estamos tristes y tembloro­sos de miedo, es bueno cantar a coro, inclinándonos levemente el uno contra el otro, yo hacia Susan, Susan hacia Bernard, con las manos cogidas, muy temerosos, yo de mi acento, Rhoda de los números, pero dispuestos a vencer.»

«Juntos subimos las escaleras, en tropel, como caballos enanos», dijo Bernard, «pateando, empuján­donos, para esperar el turno de entrar en el lavabo. Resoplamos, nos empujamos, saltamos sobre las blancas y duras camas. Me toca el turno. Voy.

»La señorita Constable, protegida por una toalla de baño, coge la esponja de color de limón y la hunde en el agua. La esponja toma el castaño color del chocolate, chorrea, la señorita Constable la eleva sobre mi cabeza, tiemblo bajo la esponja y la seño­rita Constable la estruja. El agua me recorre la es­pina dorsal. Destellantes flechas de sensaciones se disparan hacia uno y otro lado. Estoy cubierto de cálida carne. Las secas coyunturas se me humede­cen; mi cuerpo frío se calienta, chorrea y brilla. El agua desciende y me convierte en una anguila des­telleante. Ahora cálidas toallas me envuelven, y su aspereza, al frotarme la espalda, hace ronronear la sangre.