La casa yace ahí, mucho más bajo que nosotros. Nos hundiremos como nadadores, tocando el suelo con sólo las pun­tas de los dedos de los pies. Nos hundiremos a través del aire verde de las hojas, Susan. Nos hun­dimos mientras corremos. Las olas nos cubren, las hojas de las hayas se reúnen sobre nuestras cabezas. Ahí está el reloj del establo con sus brillantes saeta doradas. Ahí están las llanuras y los picos de los tejados de la gran casa. Ahí está el mozo de cuadra produciendo metálicos sonidos en el patio con botas de caucho. Esto es Elvedon.

»Ahora, a través de las copas de los árboles, he­mos caído en tierra. El aire ya no alza sus largas y desgraciadas olas purpúreas sobre nuestras cabezas. Tocamos el suelo. Pisamos el suelo. Ahí está el recortado seto del jardín de las señoras. Por ahí andan al mediodía, con tijeras, cortando rosas. Aho­ra estamos en el bosque limitado, con el muro alre­dedor. Esto es Elvedon. He visto carteles en la en­crucijada, con un brazo que apunta "A Elvedon". Nadie ha estado aquí. Los helechos despiden un olor muy fuerte y debajo de ellos hay setas rojas. Ahora despertamos las dormidas cornejas que nun­ca habían visto una forma humana. Ahora pisamos las podridas manzanas silvestres enrojecidas por el tiempo y resbaladizas. Hay un muro circular alre­dedor de este bosque. Nadie entra aquí. ¡Escucha! Un sapo gigantesco ha saltado por entre la maleza. Y esto es el murmullo de una primitiva piña que cae para pudrirse entre los helechos.

»Pon el pie en esta piedra y álzate. Mira por encima del muro. Esto es Elvedon. La señora está sentada entre dos alargadas ventanas, escribiendo. Con gigantescas escobas, los jardineros barren el césped. Somos los primeros que llegamos aquí.