So­mos los descubridores de una tierra ignorada. No te muevas. Si los jardineros nos vieran, dispara­rían contra nosotros. Debemos permanecer clavados como los armiños en la puerta del establo: ¡Mira! No te muevas. Agárrate con fuerza a los hierbajos del muro.»

«Veo a una señora escribiendo. Veo a los jardi­neros que barren», dijo Susan. «Si muriésemos aquí, nadie nos enterraría.»

«¡Corre!», dijo Bernard. «¡Corre! ¡El jardinero de la barba negra nos ha visto! ¡Nos pegará un tiro! ¡Disparará contra nosotros como si fuéramos grajos y quedaremos clavados en el muro! Estamos en tie­rra hostil. Debemos huir hacia el bosque de hayas. Debemos escondernos bajo las copas de los árboles. Mientras veníamos he movido una ramita caída. Hay un sendero secreto. Agáchate cuanto puedas. Pen­sarán que somos zorros. ¡Corre!

»Ahora estamos a salvo. Podemos erguirnos de nuevo. Podemos estirar los, brazos bajo este alto dosel, en este vasto bosque. Nada oigo. Es sólo el murmullo de las olas en el aire. Esto es una paloma torcaz que busca cobijo en las copas más altas de las hayas. La paloma bate el aire. La paloma bate el aire con alas de madera.»

«Ahora te alejas», dijo Susan, «hilando frases. Ahora asciendes como el hilo de un globo, más y más arriba, a través de capas de hojas, fuera de mi alcance. Ahora remoloneas. Me tiras de la falda, mirando hacia atrás, haciendo frases. Te has esca­pado de mí. Ahí está el jardín. Aquí el seto. Aquí está Rhoda en el sendero. Aquí está Rhoda en jet sendero, meciendo pétalos en el cuenco castaña.»

«Todos mis buques son blancos», dijo Rhoda.