Gerald era simpático y los vecinos se enteraban con el tiempo de lo que los niños, los negros y los perros descubrían a primera vista, esto es, que detrás de su voz retumbante y de sus modales truculentos se escondía un buen corazón, un oído acogedor y servicial y una cartera abierta a todos.

Su llegada tenía lugar siempre entre un tumulto de perros que ladraban y de negritos que gritaban, corriendo a su encuentro, disputándose el privilegio de sujetar su caballo y retorciéndose y gesticulando al oír sus afables insultos. Los niños blancos querían sentarse sobre sus rodillas para que les hiciese el caballito, mientras él denunciaba a los mayores la infamia de los políticos yanquis; las hijas de sus amigos le confiaban sus asuntos amorosos y los jovencitos de la vecindad, que temían confesar a sus padres sus deudas de honor, encontraban en él un amigo en la necesidad.

—¿Cómo tienes esa deuda desde hace un mes, bribón? —les gritaba—. ¡Por Dios! ¿Por qué no me has pedido el dinero antes?

Su ruda manera de hablar era demasiado conocida para que nadie se ofendiese; y el jovencito se limitaba a sonreír burlonamente, respondiendo avergonzado:

—Bueno, es que no quería molestarle, y mi padre...

—Tu padre es un buen hombre; generoso, pero un poco rígido; toma esto y que no te vuelva a ver por aquí.

Las mujeres de los plantadores fueron las últimas en capitular. Pero la señora Wilkes («una gran señora que posee el raro don del silencio», como la definía Gerald) dijo una tarde a su marido después de haber visto desaparecer entre los árboles el caballo de Gerald: «Tiene una manera ordinaria de hablar, pero es un caballero.» Gerald había triunfado definitivamente.

No se daba cuenta de que había tardado cerca de diez años en triunfar, pues jamás se le ocurrió que sus vecinos le hubieran mirado con recelo al principio. A su juicio era indudable que lo había logrado desde el primer momento en que puso los pies en Tara.

Cuando Gerald cumplió cuarenta y tres años (tan robusto de cuerpo y coloradote de cara que parecía uno de esos nobles cazadores que aparecen en los grabados deportivos) se le ocurrió que, por queridos que le fuesen Tara y la gente del condado, por abiertos que tuviesen el corazón y la casa para él, no era bastante. Necesitaba una mujer.

Tara reclamaba una dueña. El grueso cocinero, un negro del corral elevado a aquel puesto por necesidad, no tenía jamás a tiempo las comidas; y la criada, que antes trabajaba en el campo, dejaba que el polvo se acumulase sobre los muebles y no tenía nunca un paño de limpieza a mano, así que la llegada de huéspedes era siempre motivo de mucho jaleo y barahúnda. Pork, el único negro educado de la casa, tenía a su cargo la vigilancia general de los otros sirvientes, pero se había vuelto también perezoso y descuidado después de varios años de presenciar la manera de vivir descuidada de Gerald. Como criado tenía en orden el dormitorio de Gerald y como mayordomo servía a la mesa con dignidad y estilo; pero, aparte de esto, dejaba que las cosas siguiesen su curso. Con un infalible instinto africano, todos los negros habían descubierto que Gerald ladraba pero no mordía y se aprovechaban de ello vergonzosamente. Estaba siempre amenazando con vender los esclavos y con azotarlos terriblemente, pero jamás fue vendido un esclavo de Tara y sólo uno de ellos fue azotado, castigo que le administraron por no haber cepillado el caballo favorito de Gerald después de una larga jornada de caza.

Los ojos azules de Gerald observaban lo bien cuidadas que estaban las casas de sus vecinos y con qué facilidad dirigían a sus sirvientes las señoras de cabellos repeinados y de crujientes faldas. Él no sabía el trajín que tenían aquellas mujeres desde el alba hasta medianoche, consagradas a la vigilancia de la cocina, a la crianza, a la costura y al lavado. Veía únicamente los resultados exteriores y éstos le impresionaban.

La urgente necesidad de una esposa se le apareció claramente una mañana mientras se vestía para ir a caballo a la ciudad a asistir a una vista en la Audiencia. Pork sacó su camisa plisada preferida, tan torpemente zurcida por la doncella que sólo su criado hubiera podido ponérsela.

—Señor Gerald —dijo Pork, agradecido, doblando la camisa mientras Gerald se enfurecía—, lo que usted necesita es una esposa, una esposa que le traiga muchos negros a la casa.

Gerald regañó a Pork por su impertinencia, pero comprendió que tenía razón. Necesitaba una mujer y necesitaba hijos; y si no se apresuraba a tenerlos sería demasiado tarde. Pero no quería casarse con la primera que se presentase, como había hecho el señor Calvert, que había dado su mano a la institutriz inglesa de sus hijos, huérfanos de madre. Su mujer debía ser una señora, una verdadera señora, digna y elegante, como la señora Wilkes, y capaz de dirigir Tara como la señora Wilkes regía su propiedad.

Pero en las familias del condado se presentaban dos dificultades en el sistema matrimonial. La primera era la escasez de jóvenes casaderas. La segunda, más seria, era que Gerald era un «hombre nuevo», a pesar de sus diez anos de residencia, y además un extranjero. No se sabía nada de su familia. Aun siendo menos inexpugnable que la aristocracia de la costa, la sociedad de Georgia septentrional no habría admitido jamás que una de sus hijas se casase con un hombre cuyo abuelo era un desconocido.

Gerald sabía que a pesar de la simpatía sincera de los hombres del condado, con los que cazaba, bebía y hablaba de política, no habría podido casarse con la hija de ninguno de ellos. Y no quería que se pudiese murmurar durante la sobremesa de la cena acerca de que este o aquel padre había negado a Gerald O'Hara, lamentándolo mucho, permiso para hacer la corte a su hija. No por esto se sentía Gerald inferior a sus vecinos. Nada podría hacerle sentirse inferior a ninguno. Era sencillamente una costumbre inveterada en el condado que las hijas se casaran únicamente entre familias que llevaran viviendo en el Sur mucho más de veinte años y que durante todo aquel tiempo hubiesen sido propietarias de tierras y de esclavos, entregándose únicamente a los vicios elegantes de la sociedad.

—Prepara el equipaje. Nos vamos a Savannah —dijo a Pork—. Y si te oigo decir «¡Punto en boca!» o «¡Vaya!» una sola vez, te vendo, porque ésas son palabras que rara vez empleo.

James y Andrew habrían podido ciertamente darle algunos consejos sobre el asunto del matrimonio; y quizás entre sus viejos amigos podía haber alguna hija que reuniese las condiciones deseadas y que lo encontrase aceptable como marido. Sus hermanos escucharon pacientemente su historia, pero le dieron pocas esperanzas. No tenían en Savannah parientes a los que recurrir, porque ambos estaban ya casados cuando llegaron a Estados Unidos. Y las hijas de sus viejos amigos se habían casado hacía tiempo y tenían ya hijos.

—Tú no eres un hombre rico ni perteneces a una gran familia —dijo James.

—He llegado a ser rico y podré formar una gran familia.