Y no quiero casarme con una cualquiera.
—Vuelas muy alto —replicó Andrew secamente.
Pero hicieron lo que pudieron por Gerald. Eran viejos y estaban bien situados. Tenían muchos amigos y durante un mes llevaron a Gerald de casa en casa, a cenas, bailes y meriendas.
—Sólo hay una que me agrada —dijo finalmente Gerald—. Y ésa no había nacido aún cuando desembarqué aquí.
—¿Y quién es?
—La señorita Ellen de Robillard —dijo Gerald, aparentando indiferencia, porque los ojos negros y ligeramente oblicuos de Ellen de Robillard habían despertado algo más que su atención. A pesar de sus modales de una desconcertante apatía, tan extraña en una muchacha de quince años, le había fascinado. Por otra parte, Ellen tenía generalmente un aspecto de desesperación que le llegaba al corazón y le hacía ser más amable con ella de lo que lo había sido en toda su vida con nadie.
—¡Pero si podrías ser su padre!
—¡Estoy en la flor de la vida! —exclamó Gerald, picado.
James habló con calma:
—Escúchame, Jerry[5], no hay muchacha en todo Savannah con la que puedas tener menos probabilidades de casarte. Su padre es un Robillard; y estos franceses son orgullosos como Lucifer. Y su madre, ¡Dios la tenga en la gloria!, era lo que se dice una verdadera gran señora.
—No me importa —se obstinó Gerald—. Además, su madre ha muerto y el viejo Robillard me aprecia.
—Como hombre, sí; pero como yerno, no.
—Y la muchacha no te aceptará, de todas maneras —intervino Andrew—. Hace ahora un año estuvo enamorada de ese pollo alocado, primo suyo, Philippe de Robillard, a pesar de que su familia ha estado día y noche detrás de ella para hacerla desistir.
—Se marchó el mes pasado a Luisiana.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —contestó Gerald, quien no deseaba descubrir que Pork le había proporcionado aquella valiosa información ni que Philippe se había marchado al Oeste por expreso deseo de su familia—. Además, no creo que esté tan enamorada como para no poder olvidarle. Quince años son muy poco para saber mucho de amor.
—Preferirán para ella a ese impetuoso primo, antes que a ti.
Por eso James y Andrew se quedaron tan admirados como todos cuando les llegó la noticia de que la hija de Pierre de Robillard iba a casarse con el pequeño irlandés que no era del país. Savannah murmuró de puertas adentro, haciendo comentarios acerca de Philippe de Robillard, que había marchado al Oeste; pero los chismes no obtuvieron respuesta. Fue siempre para todos un misterio el que la hija más bonita de los Robillard se casara con aquel turbulento hombrecillo de rostro colorado que apenas le llegaba al hombro.
El propio Gerald no supo nunca del todo cómo ocurrió el hecho. Sólo supo que se había operado un milagro. Y por única vez en su vida se sintió humilde cuando Ellen, palidísima pero tranquila, le puso su blanca mano sobre el brazo y le dijo: «Me casaré con usted, señor O'Hara.»
Los Robillard, estupefactos, se enteraron en parte de la respuesta; pero sólo Ellen y su Mamita supieron toda la historia de aquella noche en que la joven sollozó hasta el amanecer como una niña con el corazón destrozado, levantándose por la mañana con el ánimo sereno.
Con un presentimiento, Mamita llevó a su joven señora un paquetito enviado desde Nueva Orleans, con la dirección escrita con letra desconocida; el paquetito contenía una miniatura de Ellen, que ella dejó caer al suelo con un grito; cuatro cartas escritas de su puño y letra a Philippe de Robillard y otra breve de un sacerdote de Nueva Orleans, anunciándole la muerte de su primo en una riña de taberna.
—Le hicieron marcharse mi padre, Pauline y Eulalie. Le hicieron marcharse, sí. Los odio, los odio a todos. No quiero verlos más. Quiero irme. Quiero irme adonde no pueda verlos más, ni a ellos ni esta ciudad, ni nada que me recuerde... a él.
Y, cuando acababa la noche, Mamita, que también había llorado inclinada sobre la cabeza morena de su ama, dijo a modo de protesta:
—¡Pero tú no puedes hacer eso, tesoro!
—Lo haré. Es un hombre bueno. Lo haré o entraré en el convento de Charleston.
Fue la amenaza del convento lo que hizo finalmente ceder a Pierre de Robillard, trastornado y afligido. Era un fiel presbiteriano, aunque su familia fuese católica, y la idea de que su hija se hiciese monja le resultaba más penosa que su casamiento con Gerald O'Hara. Después de todo, contra éste no tenía nada, como no fuese su falta de familia.
Así, Ellen, que ya no era Robillard, volvió la espalda a Savannah para no regresar nunca más y viajó hacia Tara con un marido de mediana edad, Mamita y veinte «negros de la casa».
Al siguiente año nació su primera hija, a la que bautizaron con el nombre de Katie Scarlett, como la madre de Gerald. Éste se desilusionó, porque esperaba un hijo; aunque, sin embargo, le agradó su morena hijita lo suficiente para servir ron a todos los esclavos de Tara y beber él también con ruidosa alegría.
Nadie supo jamás si Ellen lamentó alguna vez su decisión de casarse con él, y menos que nadie Gerald, que reventaba casi de orgullo cada vez que la miraba. Ella había borrado de su mente a Savannah y sus recuerdos cuando abandonó aquella graciosa y acogedora ciudad y, desde el momento en que llegó al condado, Georgia del Norte se convirtió en su patria.
Cuando salió para siempre de casa de su padre, dejó una mansión de líneas tan bellas y esbeltas como las de un cuerpo de mujer, como las de un navio a toda vela; una casa pintada con un rosado estuco, construida al estilo colonial francés, que se levantaba con delicada traza, y accesible por unas escaleras de caracol con barandillas de hierro forjado tan finas como encaje; una casa rica y graciosa, pero algo altiva.
Había abandonado no sólo la airosa morada, sino también toda la civilización que existía dentoro de aquel edificio; se encontraba en un mundo tan extraño y distinto como si hubiera arribado a otro continente.
La Georgia septentrional era una región escarpada, habitada por gentes ásperas. Desde lo alto de la meseta, al pie de la cordillera de las Blue Ridge Mountains, veía hacia dondequiera que mirase colinas rojizas, con enormes picos de granito y esbeltos pinos que se alzaban umbrosos por doquier. Todo parecía selvático y bravio a sus ojos acostumbrados a la costa y a la tranquila belleza de las islas tapizadas de musgo gris y verde, con las blancas fajas de sus playas abrasadas bajo el sol semitropical y las vastas perspectivas de tierra arenosa tachonada de palmeras.
Era aquella de Georgia una región que conocía lo mismo el frío invernal que el calor del verano; y en la gente había un vigor y una energía que la sorprendían, Eran personas buenas, corteses, generosas, de carácter afable, pero resueltas, viriles y propensas a la ira.
Los habitantes de la costa que ella había abandonado se vanagloriaban de tomar todos sus asuntos, incluso los duelos y contiendas, con actitud indolente, pero estos de Georgia del Norte tenían una veta de violencia.
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