Me hace pensar en una gallina esquelética encaramada en una silla, con los ojos en blanco, brillantes y espantados, dispuesta a agitar las alas y a cacarear al menor movimiento que se haga.

—Bueno, no debes censurarla. Le disparaste un tiro a la pierna a Cade. —Sí, pero estaba bebido; si no, no lo hubiera hecho —dijo Stuart—. Y Cade no me ha guardado nunca rencor, ni Cathleen, ni Raiford, ni el señor Calvert. La única que chilló fue esa madrastra yanqui, diciendo que yo era un bárbaro feroz y que las personas decentes no estaban seguras entre los meridionales incultos.

—No puedes echárselo en cara. Es una yanqui y no tiene muy buenos modales; y, al fin y al cabo, le habías soltado un balazo a Cade, y Cade es su hijastro.

—¡Qué diablo! Eso no es disculpa para insultarme. Tú eres de la misma sangre de mamá y ¿se puso mamá así aquella vez que Tony Fontaine te largó a ti un tiro en la pierna? No, se limitó a llamar al viejo doctor Fontaine para que vendase la herida, y le preguntó al médico por qué había errado el blanco Tony. Dijo que preveía que la falta de entrenamiento iba a echar a perder la buena puntería. Acuérdate cómo le indignó esto a Tony.

Los dos muchachos prorrumpieron en carcajadas.

—¡Mamá es admirable! —dijo Brent, con cariñosa aprobación—. Siempre puedes contar con que ella hará lo más indicado y estar seguro de que no te pondrá en un apuro delante de la gente.

—Sí, pero estará dispuesta a ponernos en un apuro delante de papá y de las chicas, cuando lleguemos a casa esta noche —dijo Stuart con mal humor—. Mira, Brent, eso me hace presentir que ya no iremos a Europa. Ya sabes que mamá dijo que si nos expulsaban de otro colegio nos quedaríamos sin nuestro viaje alrededor del mundo.

—Bueno, ¿y qué? Nos tiene sin cuidado, ¿no es verdad? ¿Qué hay que ver en Europa? Apostaría a que esos extranjeros no nos iban a enseñar nada que no tengamos aquí en Georgia. Jugaría que sus caballos no son tan rápidos ni sus muchachas tan bonitas. Y estoy completamente seguro de que ellos no tienen un whisky de centeno que pueda compararse con el que hace papá.

—Ashley Wilkes dice que no hay quien los iguale en decoraciones de teatro y en música. A Ashley le gusta mucho Europa; siempre está hablando de ella.

—Sí, ya sabes cómo son los Wilkes. Tienen la manía de la música, de los libros y del teatro. Mamá dice que es porque su abuelo vino de Virginia y que la gente de allá es muy aficionada a esas cosas.

—Buen provecho les haga. A mí dame un buen caballo que montar, un buen vino que beber, una buena muchacha que cortejar y una mala para divertirme, y que se queden ellos con su Europa. ¿Qué nos importa perder el viaje? Suponte que estuviéramos en Europa, ahora que va a estallar aquí la guerra. No podríamos volver a tiempo. Me interesa mucho más ir a la guerra que ir a Europa.

—Lo mismo me pasa a mí. Algún día... Mira, Brent, ya sé adonde podemos ir a cenar. Crucemos el pantano en dirección a la hacienda de Able Wynder. Le diremos que estamos otra vez los cuatro en casa dispuestos a hacer la instrucción.

—Es una buena idea —exclamó Brent, entusiasmado—. Y nos enteramos de las noticias del Ejército y del color que han adoptado al fin para los uniformes.

—Si es el de zuavo, prefiero cualquier cosa a alistarme con ellos. Me iba a sentir como un monigote con esos pantalones bombachos encarnados. Esos calzones de franela roja me parecen de señorita.

—¿Piensan ir a la hacienda del señor Wynder? Si van, no cenarán muy bien —dijo Teems—. Se les murió la cocinera y no han comprado otra. Han puesto a guisar a una de las trabajadoras del campo, y me han dicho los negros que es la peor cocinera del Estado.

—¡Dios mío! ¿Por qué no compran otra?

—¿Cómo van a poder esos blancos pobretones comprar ningún negro? No han tenido nunca más de cuatro.

Había franco desprecio en la voz de Jeems.