Era el mozo de limpieza–. Aquí está, sir. ¡Vamos, el primero!
Y hallado el cochero número 1 en la taberna donde había fumado su primera pipa, Mr. Pickwick y su portamantas fueron introducidos en el vehículo.
—¡A Golden Cross! –ordenó Mr. Pickwick.
—¡Nada, ni para un trago, Tomás! –exclamó malhumorado el cochero, dirigiéndose a su amigo el mozo, al arrancar el coche.
—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? –preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.
—Cuarenta y dos –replicó el cochero mirándole de través.
—¡Cómo! –exclamó Mr. Pickwick llevando su mano al cuaderno de apuntes.
El cochero reiteró su afirmación primera. Mr. Pickwick miró fijamente a la cara del cochero; pero en vista de que los rasgos de ésta permanecieron inmutables, se decidió a consignar el hecho.
—¿Y cuánto tiempo le tiene usted trabajando cada vez? —inquirió Mr. Pickwick, para ampliar la información. –Dos o tres semanas –contestó el cochero.
—¡Semanas! —dijo asombrado Mr. Pickwick... y de nuevo salió el cuaderno de apuntes.
—Su casa está en Pentonwill, pero rara vez le llevamos allí, por lo flojo que está –observó el cochero con frialdad.
—¡Por lo flojo que está! —repitió vacilante Mr. Pickwick.
—En cuanto se desengancha se cae —prosiguió el cochero—; pero cuando está enganchado le tenemos bien tieso y le llevamos tan corto, que no es fácil que se caiga; y hemos puesto un par de ruedas tan anchas y hermosas, que en cuanto él se mueve echan tras él y no tiene más remedio que correr... no puede por menos.
Mr. Pickwick consignó en su cuaderno todas las palabras de esta información con propósito de comunicarlas al Club, como ejemplo singular de la tenacidad vital de los caballos bajo las más difíciles circunstancias. Apenas había terminado su anotación cuando llegaban a Golden Cross. Saltó el cochero y salió Mr. Pickwick del coche. Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, que se hallaban esperando impacientes la llegada de su ilustre jefe, le rodearon, dándole la bienvenida.
—Aquí tiene usted su servicio –dijo Mr. Pickwick, mostrando el chelín al cochero.
¡Cuál no sería el asombro de los doctos caballeros cuando aquel ente incomprensible arrojó la moneda al suelo y expresó con ademanes inequívocos su deseo de que se le permitiera luchar con Mr. Pickwick por la cantidad que se le adeudaba!
—Usted está loco –dijo Mr. Snodgrass.
—O borracho –añadió Mr. Winkle.
—O las dos cosas –resumió Mr. Tupman.
—¡Vamos, vamos! –gritó el cochero, haciendo ademán de combatir a puñetazos, marcando los movimientos como un péndulo–. ¡Vamos... con los cuatro!
—¡Aquí hay jarana! –gritaron media docena de cazurros—.
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