Masú, que mucho había contribuido al éxito de los árabes, obtuvo del califa de Bagdad el gobierno de Granada, donde permaneció hasta la muerte de su hermano. Habríase quedado más tiempo aún, porque era igualmente querido por los musulmanes y por los mozárabes, como llamáis vosotros a los cristianos que han permanecido bajo la dominación de los árabes, pero sus enemigos de Bag dad lo malquistaron con el califa. Cuando supo que se había resuelto su pérdida, tomó el partido de alejarse. Reunió pues a los suyos y se retiró a Las Alpujarras, que son, como sabéis, una continuación de las montañas de Sierra Morena, y esta cadena separa al reino de Granada del de Valencia.

Los visigodos, a los cuales conquistamos España, no habían penetrado en Las Alpujarras. Casi todos sus valles estaban desiertos. En sólo tres de ellos habitaban los descendientes de un antiguo pueblo español. Se los llamaba los turdules: no reconocían ni a Mahoma, ni a vuestro profeta nazareno; sus opiniones religiosas y sus leyes estaban contenidas en canciones que se enseñaban de padres a hijos; tuvieron leyes que se habían perdido.

Más que por la fuerza, Masú sometió a los turdules por la persuasión: aprendió su lengua y les enseñó la ley musulmana. Sucesivos matrimonios confundieron la sangre de ambos pueblos: a esa mezcla y al aire de las montañas debemos nuestra tez sonrosada, que distingue a los hijos de los Gomélez. Entre los moros suelen verse mujeres muy blancas, pero son siempre pálidas.

Masú tomó el título de jeque e hizo construir un gran castillo que llamó Casar Gomélez. Antes juez que soberano de su tribu, era accesible en todo momento y hacía de ello su deber, pero el último viernes de cada luna se despedía de su familia, se encerraba en un subterráneo del castillo y permanecía en él hasta el viernes siguiente. Sus desapariciones dieron motivo a diferentes conjeturas: algunos decían que nuestro jeque celebraba entrevistas con el duodécimo Imán, que debe aparecer sobre la faz de la tierra al final de los siglos. Otros creían que el Anticristo estaba encadenado en nuestro subterráneo. Otros pensaban que los siete durmientes reposaban allí con su perro Caleb. Masú no hizo caso de esos rumores; continuó gobernando su pequeño pueblo en tanto sus fuerzas se lo permitieron. Por último, eligió al hombre más prudente de la tribu, lo nombró su sucesor, le dio la llave del subterráneo y se retiró a una ermita, en la que continuó viviendo muchos años aún.

El nuevo jeque gobernó como lo había hecho su predecesor y como él desapareció todos los últimos viernes de cada luna. Todo subsistía como entonces hasta que Córdoba tuvo sus califas particulares, independientes de los de Bagdad. Fue cuando los montañeses de Las Alpujarras, que habían tomado parte en esta revolución, empezaron a establecerse en las llanuras, donde se los conoció con el nombre de Abencerrajes, en tanto que conservaron el nombre de Gomélez aquellos que permanecieron unidos al jeque de Casar Gomélez.

Sin embargo, los Abencerrajes compraron las más hermosas tierras del reino de Granada y las más hermosas casas de la ciudad. Su lujo llamó la atención de la gente y se supuso que el subterráneo del jeque encerraba un tesoro inmenso, pero nada podía saberse a punto fijo porque los mismos Abencerrajes ignoraban la fuente de sus riquezas. Por último, esos hermosos reinos, como atrajeran sobre ellos las venganzas celestes, fueron librados a los infieles. Se tomó Granada, y ocho días después, a la cabeza de tres mil hombres, llegó a Las Alpujarras el célebre Gonzálvez de Córdoba. Hatén Gomélez era entonces nuestro jeque; se adelantó a Gonzálvez y le ofreció las llaves del castillo; el español le pidió las del subterráneo. También nuestro jeque se las dio sin oponer dificultades. Gonzálvez quiso bajar él mismo, y sólo encontró una tumba y libros. Entonces hizo burla de todas las historias que le habían á contado y se apresuró en volver a Valladolid, donde lo aguardaban el amor y la galantería.

Después la paz reinó en nuestras montañas hasta que Carlos subió al trono. Por entonces nuestro jeque era Sefí Gomélez. Este hombre, por motivos que nunca se conocieron bien, hizo saber al nuevo emperador que le revelaría un secreto importante si quería enviar a Las Alpujarras a algún señor que le mereciera confianza. No pasaron quince días antes que don Ruiz de Toledo se presentara a los Gomélez de parte de su majestad, pero se encontró con que el jeque había sido asesinado la víspera de su llegada. Don Ruiz persiguió a algunos individuos, se cansó bien pronto de ello y volvió a la corte. Entretanto, los secretos de los jeques habían quedado en poder del asesino de Sefí. Este hombre, que se llamaba Bilaj Gomélez, reunió a los ancianos de la tribu y les demostró la necesidad de tomar nuevas precauciones para guardar un secreto de tanta importancia.