Se decidió instruir a varios miembros de la familia de los Gomélez, pero cada uno de ellos sólo sería iniciado en una parte del misterio, y sólo después de haber dado tantas pruebas de valor, prudencia y fidelidad.
Aquí Zebedea interrumpió a su hermana:
—Querida Emina, ¿no creéis que Alfonso hubiera resistido a todas las pruebas? ¡Ah, quién podría dudarlo! Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Quizá inmensos tesoros estarían en vuestro poder.
También sus palabras me hicieron pensar en el espíritu de las tinieblas que, no habiendo podido inducirme en tentación por la voluptuosidad, trataba de hacerme sucumbir por la codicia. Pero las dos hermanas se llegaron a mí, y me pareció que tocaba cuerpos, y no espíritus. Después de algunos momentos de silencio, Emina volvió a tomar el hilo de su historia.
—Querido Alfonso —me dijo—, harto conocéis las persecuciones que hemos sobrellevado bajo el reino de Felipe, hijo de Carlos. Robaban a los niños y los hacían educar bajo la ley cristiana. A ellos se les daba los bienes de sus padres que habían continuado fieles. Fue entonces cuando un Gomélez fue recibido en el Teket de los derviches de santo Domingo y obtuvo el cargo de gran Inquisidor. Oímos el canto del gallo, y Emina dejó de hablar. Un hombre supersticioso habría esperado que las dos bellas desaparecieran por el hueco de la chimenea. No, continuaron a mi lado, pero parecieron soñadoras y preocupadas.
Emina fue la primera en romper el silencio.
—Amable Alfonso —me dijo—, va a despuntar el día, y las horas que tenemos para pasarlas juntas son demasiado preciosas. No vale la pena emplearlas en contar historias. No podemos ser vuestras esposas, a menos que abracéis nuestra ley. Pero si os fuera permitido vernos en sueños, ¿consentiríais en ello?
A todo consentí.
—No es bastante —replicó Emina con aire de gran dignidad—, no es bastante, querido Alfonso; aún es menester que os comprometáis por las leyes sagradas del honor a no traicionar jamás nuestros nombres, nuestra existencia y todo lo que sabéis de nosotras.
¿Osaréis comprometeros a ello solemnemente?
Prometí todo lo que quisieron.
—Es bastante —dijo Emina—; hermana mía, traed la copa consagrada por Masú, nuestro primer jeque.
Mientras Zebedea fue a buscar el vaso encantado, Emina se prosternó y recitó plegarias en lengua árabe. Reapareció Zebedea, con una copa que me pareció tallada en una sola esmeralda, y mojó en ella los' labios. Emina hizo otro tanto y me ordenó beber, de un solo trago, el resto del licor.
Obedecí.
Emina me dio las gracias por mi docilidad y me besó con gran ternura. Después Zebedea apretó su boca contra la mía y pareció no poder despegarla. Por último, ambas me abandonaron diciéndome que las volvería a ver y que me aconsejaban que me durmiera lo antes posible.
Tantos aconteceres extravagantes, tantos relatos maravillosos y sentimientos insospechados hubieran debido, qué duda cabe, hacerme reflexionar toda la noche, pero debo convenir en que los sueños que me habían prometido me interesaron mucho más. Me apresuré a desnudarme y meterme en el lecho, que habían preparado para mí. Una vez acostado, observé con placer que mi lecho era muy ancho, y que los sueños no requieren tanto espacio. Pero no bien hice esta reflexión una necesidad irresistible de dormir pesó sobre mis párpados y todas las mentiras de la noche se apoderaron inmediatamente de mis sentidos extraviados por fantásticas ilusiones; mi pensamiento, arrastrado por las alas del deseo, me transportaba a mi pesar a los serrallos de África y se apoderaba de los encantos encerrados entre sus muros para componer con ellos mis quiméricos goces. Me sentía soñar y tenía, sin embargo, conciencia de no estrechar sombras. Me perdía en la vaguedad de las más locas ilusiones pero me encontraba siempre junto a mis primas. Me adormecía sobre el seno de las bellas, me despertaba entre sus brazos. Ignoro cuántas veces creí pasar por tan dulces alternativas.
JORNADA SEGUNDA
Por fin me desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados: los alcé con trabajo. Vi el cielo. Vi que estaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos. No dormía ya, pero todavía no estaba despierto. Imágenes de suplicios se sucedían las unas a las otras. Quedé espantado.
1 comment