Haciendo un esfuerzo logré incorporarme.

¿Cómo encontrar palabras para expresar el horror que se apoderó de mí? Estaba acostado bajo la horca de Los Hermanos, y los cadáveres de los dos hermanos de Soto no colgaban de la horca, sino que yacían a mi lado. Al parecer, había pasado la noche con ellos. Descansaba sobre pedazos de cuerdas, trozos de hierro, restos de esqueletos humanos, y sobre los espantosos andrajos que la podredumbre había separado de ellos. Creí no estar del todo despierto y debatirme en una pesadilla. Volví a cerrar los ojos y traté de recordar dónde había pasado la víspera… Entonces sentí unas garras hundiéndose en mis flancos. Un buitre, posado sobre mí, estaba devorando a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causó la impresión de sus uñas terminó de despertarme. Pude ver las ropas que me había quitado y me apresuré a vestirme. Después quise salir del recinto del cadalso pero encontré la puerta clavada y en vano traté de romperla. Tuve pues que trepar por esas tristes murallas. Lo conseguí. Apoyándome en una de las columnas del patíbulo, observé la comarca que me rodeaba. Me orienté fácilmente. Estaba a la entrada del valle de Los Hermanos y no lejos de las orillas del Guadalquivir.

Como continuara observando vi cerca del río a dos viajeros; uno preparaba el almuerzo y el otro tenía de las riendas a los caballos. Ver seres humanos me causó tal alborozo que no pude menos de gritarles: «¡Hola, hola!». Los viajeros, al observar las señales que les hacía desde lo alto del cadalso, parecieron por un instante indecisos, pero después montaron de golpe a sus caballos y tomaron a todo galope el camino de Los Alcornoques. En vano les grité que se detuvieran; mientras más gritaba, más espoleaban sus cabalgaduras. Cuando los hube perdido de vista, pensé en dejar mi puesto. Salté a tierra y me lastimé un pie.

Llegué cojeando a las orillas del Guadalquivir, donde encontré el almuerzo que los dos viajeros habían abandonado; nada podía ser más oportuno, pues me sentía extenuado. No faltaba el chocolate ardiente aún, el esponjado empapado en vino de Alicante, el pan y los huevos. Empecé por reparar mis fuerzas, después de lo cual me puse a reflexionar sobre lo que me había sucedido durante la noche. Conservaba de todo ello un recuerdo confuso, pero no había olvidado que me comprometí a guardar el secreto y estaba firmemente resuelto a cumplir la palabra empeñada. Este punto una vez decidido, sólo me quedaba por ver cómo saldría del paso, es decir qué camino debía tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a pasar por Sierra Morena. Sorprenderá verme tan ocupado de mi gloria y tan poco de los acontecimientos de la víspera, pero esta manera de pensar también era efecto de la educación que había recibido, lo cual podrá comprobarse más adelante, cuando prosiga mi relato. Por el momento, vuelvo al de mi viaje.

Tenía gran curiosidad por saber qué habían hecho los diablos con el caballo que dejé en Venta Quemada, y como estaba por lo demás en mi camino, resolví pasar por ella. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la venta, lo que no dejó de fatigarme y de hacerme anhelar más que nunca encontrar mi caballo. Di con él, en efecto; estaba en el mismo establo donde lo había dejar do y parecía lleno de bríos, bien cuidado y recién almohazado. Ignoraba quién pudo haberse ocupado de él, pero había visto tantas cosas extraordinarias que un prodigio más no me llamó la atención. Me habría puesto en seguida en camino si no hubiese tenido la curiosidad de recorrer nuevamente la posada. Encontré el aposento donde me había acostado; sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, no pude dar, con aquel en donde había visto a las bellas africana.