Cansado pues de seguir buscando, monté a caballo y continué mi ruta.

Cuando me desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol estaba en su punto más alto. Después tardé dos horas largas en llegar a la venta. Aún hice un par de leguas, y entonces fue menester que pensara en un techo. Sin embargo, como no viera ninguno continué mi marcha. Por fin divisé una capilla gótica, con una cabaña que parecía ser la morada de un ermitaño. Estaba alejada del camino real, pero como yo empezaba a tener hambre no vacilé en hacer ese rodeo para procurarme sustento. Cuando llegué, até mi caballo a un árbol. Después llamé a la puerta de la ermita y vi salir a un religioso de aspecto venerable. Luego de abrazarme con ternura paterna, me dijo:

—Entrad, hijo mío; daos prisa. No paséis la noche afuera, temed al tentador. El señor ha retirado su mano del cielo.

Agradecí al ermitaño la bondad que me demostraba y le dije que sentía una extremada necesidad de comer.

Me respondió:

—¡Pensad en vuestra alma, hijo mío! Pasad a la capilla, prosterna-os ante la cruz. Yo pensaré en las necesidades de vuestro cuerpo. Pero haréis una comida frugal, tal como puede esperarse de un ermitaño.

Pasé a la capilla y recé fervorosamente, pues no era un incrédulo y por entonces hasta ignoraba que los hubiera. Todo eso era también efecto de mi educación. El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde encontré una comida modesta y sabrosa. Estaba compuesta de excelentes aceitunas, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y bizcocho en vez de pan. Había también una botellita de vino. El ermitaño me dijo que él nunca bebía vino, pero que lo tenía para el sacrificio de la misa. Entonces, al igual que el ermitaño, me abstuve de beberlo, pero hice honor al resto de la cena. Mientras yo comía, entró en la cabaña un ser más pavoroso que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre al parecer joven, pero de una horrible flacura. Tenía el pelo erizado, le habían saltado un ojo, del cual manaba sangre, y la lengua, que colgaba de la boca, dejaba caer una espuma babosa. Llevaba un traje negro en buen estado, pero era su única ropa; no llevaba medias ni camisa.

El atroz personaje no habló una palabra y fue a acurrucarse en un rincón, donde permaneció inmóvil como una estatua, con su único ojo fijo en un crucifijo que tenía en la mano. Cuando hube acabado de cenar, le pregunté al ermitaño quién era ese hombre. El ermitaño me respondió:

—Hijo mío, ese hombre es un poseso al que exorcizo, y su terrible historia bien nos prueba el fatal poder que el ángel de las tinieblas usurpa en esta desventurada comarca; su relato puede ser útil a vuestra salvación, y voy a ordenarle que os lo haga. Entonces, volviéndose hacia el poseso, le dijo:

—Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno contar tu historia. Pacheco lanzó un horrible alarido y comenzó en estos términos.

HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO

—He nacido en Córdoba, donde mi padre vivía más que holgadamente. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció lamentarla mucho, pero al cabo de unos meses, habiendo tenido ocasión de hacer un viaje a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta mujer no gozaba de una reputación demasiado buena, y muchos amigos de mi padre intentaron disuadirlo de que la tratara; pero a despecho de los consejos que le dieron, el matrimonio se celebró dos años después de la muerte de mi madre.