El zar lo designa jefe de la misión científica adjunta a la embajada del conde Golovkin. Esta no logra llegar a Pekín, a donde se dirigía, y es reenviada desdeñosamente al campamento del virrey de Mongolia. Decepcionado, Potocki vuelve a San Petersburgo, donde publica, en 1810, los Principios de cronología para los tiempos anteriores a las olimpíadas; después un Atlas arqueológico de la Rusia europea; por último, en 1811, una Descripción de la nueva máquina para batir moneda. En 1812 se retira a sus tierras. Deprimido, neurasténico, se suicida el 2 de diciembre de 1815.
Ignoro si atribuía mucha importancia a la única obra novelesca que escribió. Sin embargo, la publicación en sus tres cuartas partes clandestina de San Petersburgo en 1804,1805, la publicación semiconfesada de París en 1813,1814, me persuaden de que no la consideraba un mero entretenimiento.
En 1892 una selección de sus obras doctas fue publicada en París, en dos volúmenes, al cuidado y con notas de Klaproth, «Miembro de las sociedades asiáticas de París, Londres y Bombay», el mismo a quien se nombra en la nota manuscrita agregada al juego de pruebas de la Biblioteca Nacional. Esta publicación contiene una bibliografía de los trabajos eruditos de Potocki. Klaproth menciona al final el Manuscrito encontrado en Zaragoza, Avadoro y Alfonso van Worden, haciendo sobre ellos la siguiente apreciación:
«Además de sus obras doctas, el conde Jan Potocki ha escrito una novela muy interesante, de la cual sólo algunas partes han sido publicadas; su tema son las aventuras de un gentilhombre español descendiente de la casa de Gomélez, y por consecuencia de extracción morisca. El autor describe perfectamente en esta obra las costumbres de los españoles, de los musulmanes y de los sicilianos, y los caracteres están trazados en ella con gran verdad; en suma, es uno de los libros más atractivos que se hayan escrito. Por desgracia, sólo existen de él algunas copias manuscritas. La que fue enviada a París, para ser allí publicada, ha quedado en manos de la persona encargada de reverla antes de la impresión. Esperemos que una de las cinco copias, que hay en Rusia y en Polonia, saldrá a luz tarde o temprano porque, a semejanza de Don Quijote y de Gil Blas, es un libro que no envejecerá jamás».
Aquí no habremos de ocuparnos de los descubrimientos del viajero y del arqueólogo, sino de aquella curiosa y casi secreta parte de su obra que prolonga las hechicerías de Cazotte y anuncia los espectros de Hoffmann. Por muchos de sus rasgos, el Manuscrito encontrado en Zaragoza pertenece aún al siglo XVIII: las escenas galantes, la afición al ocultismo, la inmoralidad sonriente e inteligente, el estilo, en fin, de una elegante sequedad, fácil, sobrio y preciso, sin resalto ni excesos. Por otros de sus caracteres, anticipa el romanticismo: nos da un pregusto de los estremecimientos inéditos que una nueva sensibilidad pedirá bien pronto a la fascinación de lo horrible y de lo macabro. Esta obra marca, pues, una etapa decisiva en la evolución del género. Su originalidad, sin embargo, le confiere títulos más notables aún. Para ello me atengo casi exclusivamente a los relatos publicados en San Petersburgo durante los años 1804 y 1805. ¿Cómo no sentir la extremada singularidad de una estructura novelesca fundada en la repetición de una misma peripecia? Porque siempre se cuenta la misma historia en los diferentes relatos encajados unos en los otros que se hacen mutuamente los personajes del nuevo Decamerón, a medida que sus aventuras les permiten conocerse. La misma situación se reproduce y multiplica sin cesar, como si espejos maléficos la reflejaran incansablemente. La historia, muy variada en la anécdota, relata siempre los encuentros y los amores de un viajero con dos hermanas que lo arrastran al lecho común, a veces solo, a veces en compañía de la propia madre de las muchachas. Después sobrevienen las apariciones, los esqueletos, los castigos sobrenaturales. El carácter harto singular de estos episodios sucesivos está muy edulcorado en la edición de 1814, pero surge con gran nitidez en la versión confidencial de San Petersburgo. Se trata, por lo demás, de relatos perfectamente discretos, como sabían escribirse en el siglo XVIII: los gestos más turbios están velados, pero no disimulados. Las dos muchachas son musulmanas, lo que permite atribuir a la costumbre del harén el que les parezca tan natural compartir al mismo hombre, a la vez que gozan entre sí. Su naturaleza verdadera se revela poco a poco y entonces aparece lo que son, es decir, criaturas demoníacas, súcubos o entidades astrológicas ligadas a la constelación de Géminis.
El autor ha variado el tema con admirable ingeniosidad. La obsesión producida en los personajes mismos, después en el lector, por la repetición de aventuras análogas distribuidas en el tiempo y en el espacio, es un efecto literario de una eficacia tanto más sostenida cuanto que agrega la angustia de una duplicación infinita a la que se deduce normalmente de una súbita intervención de lo sobrenatural en la existencia hasta entonces opaca de un héroe intercambiable.
El idéntico regreso de un mismo acontecer en el irreversible tiempo humano representa por sí solo un recurso empleado con frecuencia en la literatura fantástica. Pero no se han empleado, que yo sepa, combinaciones tan osadas, deliberadas y sistemáticas de los dos polos de lo Inadmisible —la irrupción de lo insólito absoluto y la repetición de lo único por antonomasia— para llegar al colmo del espanto: el prodigio implacable, cíclico, que se encarniza con la estabilidad del mundo utilizando sus propias armas, y que bien pronto no es ya un milagro escandaloso sino la amenaza de una ley imposible de la cual conviene temer en adelante sus efectos recurrentes, a la vez inconcebibles y monótonos. Lo que no puede ocurrir se produce; lo que sólo puede ocurrir una vez, se repite. Ambos se conciertan e inauguran una especie terrible de regularidad.
Si hubiera seguido el principio de que para establecer un texto debemos elegir la última edición publicada en vida del autor, habría escogido en este caso las Diez jornadas de la vida de Alfonso van Worden (1814). Sin embargo, muy serios motivos me disuadieron de ello.
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