Tal vez quiera contribuir así al entretenimiento de todos. Es digno de aplauso. Se lo ruego, señora.

Todos se rieron porque, evidentemente, creían, como yo, que esas palabras tenían un sentido irónico. Sólo el pianista estaba mudo.

Mantenía la cabeza baja y pasaba el índice de la mano por la madera del banco como si dibujara en la arena. Yo temblaba, y para ocultarlo, metí las manos en los bolsillos del pantalón. No podía ya hablar con claridad porque todo mi rostro quería llorar. Por eso tenía que elegir las palabras en tal forma que la idea de que quería llorar pareciera ridícula a mis oyentes.

Señora dije tengo que tocar ahora porque…

Como había olvidado el motivo, me senté inopinadamente al piano.

Entonces volví a comprender mi situación. El pianista se levantó y pasó delicadamente por encima del banco, pues yo le cerraba el camino.

Apague la luz, por favor, sólo puedo tocar en la oscuridad.

Me incorporé.

Dos caballeros levantaron el banco y me llevaron en volandas hasta la mesa, mientras silbaban una canción y me columpiaban ligeramente.

Todos parecían entusiasmados y la señorita dijo: ¿Ve, señora? Ha tocado bastante bien. Yo ya lo sabía. ¿Ve que su temor era infundido?

Comprendí y agradecí con una reverencia que ejecuté correctamente.

Se me sirvió limonada y una señorita de labios rojos me sostuvo el vaso para que bebiera. La dueña de casa me alcanzó pastelillos en una bandejita de plata y una muchacha de vestido completamente blanco me los introducía en la boca. Una exhuberante joven de cabello rubio sostenía un racimo de uvas que yo no necesitaba más que arrancar; me miraba a los ojos, que la eludían. Como me trataban tan bien, me sorprendió que todos, unánimemente, me retuvieran cuando pretendí acercarme de nuevo al piano.

Ya es suficiente dijo el dueño de casa, cuya presencia no había notado. Salió y regresó de inmediato con un descomunal sombrero de copa y un abrigo floreado de color castaño cobrizo. Ahí tiene sus cosas.

Realmente, no eran mis cosas, pero no quería ocasionarle la molestia de salir nuevamente. El mismo me ayudó a ponerme el abrigo, que me sentaba a la perfección, aunque tal vez resultara un poco estrecho, a pesar de mi delgadez. Una dama de rostro benévolo me lo abrochó y al hacerlo se fue inclinando insensiblemente.

Que siga usted bien dijo la dueña de casa, y vuelva pronto. Su visita siempre será grata.

Todos se inclinaron como si ello fuera indispensable. Yo lo intenté también, pero el abrigo me lo impedía. Entonces cogí el sombrero y, creo que desmañadamente fui hacia la puerta.

Pero cuando con pasos cortos crucé la puerta de la calle, la gran concavidad el cielo con la luna y las estrellas, la plaza con el Ayuntamiento, la columna de la Virgen y la iglesia se me vinieron encima.

Pasé tranquilamente de la sombra al claro de la luna, me desabroché el abrigo y traté de entrar en calor; luego, levantando las manos, hice callar el rumor de la noche y comencé a reflexionar: ¿Qué? ¿Fingís que existís? ¿Pretendéis hacerme creer que soy irreal, cómicamente plantado en el verde pavimento? Sin embargo, hace ya mucho tiempo que dejaste de ser real. oh cielo, y tú plaza, no lo fuiste jamás.

"Os concedo que todavía sois superiores a mi, pero sólo cuando os dejo en paz.

"Gracias a Dios, luna, ya no eres la luna, pero quizá sólo por pereza te sigo nombrando luna, como te llamabas antes. ¿Por qué disminuye tu orgullo cuando te designo olvidado farolito japonés de color extraño? ¿Y por qué estás a punto de retirarte cuando te designo Columna de María? ¿Y por qué ya no reconozco tu actitud amenazadora, Columna de María, cuando te nombro: Luna, que irradia luz amarilla?

"Creo. en verdad, que no os sienta bien que uno haga reflexiones sobre vosotras; disminuye vuestro ánimo y vuestra salud.

"¡Gran Dios, qué beneficioso sería que el contemplativo aprendiera del borracho!" ¿Por qué ha callado todo? Creo que ya no hay viento. Y las casitas que a menudo se deslizan por la plaza como sobre ruedecillas, se han atascado. Silencio, silencio…, ni siquiera se ve el fino trazo negro que ordinariamente las separa del suelo.

Eché a correr. Sin dificultad, di tres vueltas a la plaza, y como no encontré ningún borracho, me dirigí, sin disminuir la rapidez y sin experimentar fatiga, hacia el callejón Carlos.

Mi sombra me acompañaba y a veces corría sobre la pared, más pequeña que yo, como si se hubiera introducido en una zanja entre la pared y la calle.

Al pasar por el Cuartel de Bomberos oí ruidos en dirección a la pequeña plaza, y al doblar, vi a un borracho de pie junto a la verja de la fuente, los brazos en posición horizontal y golpeando el suelo con zuecos de madera.

Me detuve para recobrar el aliento; luego me acerqué a él, me quité el sombrero de copa y dije, presentándome:

Buenas noches, tierno caballero; he llegado a los veintitrés años, pero todavía no tengo nombre. Pero usted seguramente viene con un apelativo asombroso y musical de esa gran ciudad llamada París. El sobrenatural perfume de la frívola corte de Francia le envuelve.

"Con toda seguridad que, con sus ojos coloreados, ha visto a esas grandes damas que están de pie sobre la alta y amplia terraza, girando irónicamente sobre su talle estrecho, mientras el extremo de su cola pintada, extendida ampliamente también sobre la escalera, yace aún en la arena del jardín. ¿No es cierto que una multitud de criados, de fraques grises de corte atrevido y pantalón blanco, trepan por largas pértigas, distribuidas por todas partes, y con las piernas alrededor de los postes, el torso frecuentemente echado hacia atrás y hacia el costado, deben tirar de gruesas sogas para izar y extender en lo alto gigantescas lonas grises, porque la señora desea una mañana neblinosa? Eructó y dijo alarmado:

Realmente, ¿es verdad que usted viene, señor, de nuestro París, del turbulento París, de esa granizada de entusiasmo? Cuando volvió a eructar, dije con embarazo:

Sé que se me depara un gran honor.

Con ágiles dedos me abroché el abrigo y dije con fervorosa timidez:

Ya sé, señor, que no me considera digno de una contestación, pero si hoy no le preguntara, tendría que llevar una existencia por demás triste.

"Le ruego, pues, elegante caballero, me diga si es verdad lo que me han contado. ¿Hay gente en París que no tiene más que ropas adornadas y hay allí casas que son sólo portales? ¿Y es verdad que en los días de verano el cielo sobre la ciudad es fugitivamente azul, sólo adornado con blancas nubecillas en forma de corazón? ¿Y que existe allí un panóptico muy concurrido, en que sólo hay árboles y tablillas con los nombres de los más célebres héroes, delincuentes y amantes?

"Y después todavía esta noticia, seguramente falsa ¿no es verdad de que las calles de París se ramifican de pronto, inquietas?.