¡Adiós! Poned bastante dinero en vuestra bolsa. (Sale Rodrigo.) Así hago siempre de un imbécil mi bolsa. Porque profanaría la experiencia que he adquirido, si gastara mi tiempo con un idiota semejante, a no ser para mi provecho y diversión. Odio al moro y se dice por ahí que ha hecho mi oficio entre mis sábanas. No sé si es cierto; pero yo, por una simple sospecha de esa especie, obraré como si fuera seguro. Tiene una buena opinión de mí; tanto mejor para que mis maquinaciones surtan efecto en él. Cassio es un hombre arrogante… Veamos un poco… Para conseguir su puesto y dar libre vuelo a mi venganza por una doble bellaquería… ¿Cómo? ¿Cómo?… Veamos… El medio consiste en engañar, después de algún tiempo, los oídos de Otelo susurrándole que Cassio es demasiado familiar con su mujer. Cassio tiene una persona y unas maneras agradables para infundir sospechas; tallado para perder a las mujeres. El moro es de naturaleza franca y libre, que juzga honradas a las gentes a poco que lo parezcan y se dejará guiar por la nariz tan fácilmente como los asnos… ¡Ya está! ¡Helo aquí engendrado! ¡El infierno y la noche deben sacar esta monstruosa concepción a la luz del mundo! (Sale.)

Acto Segundo

Escena Primera

Puerto de mar en Chipre. Una explanada cerca del muelle

Entran MONTANO y dos CABALLEROS

MONTANO.- ¿Qué distinguís desde el cabo en el mar?

CABALLERO PRIMERO.- Nada en absoluto. Las olas están demasiado altas. No logro descubrir una vela entre el cielo y el océano.

MONTANO.- Me parece que el viento ha armado en tierra una batahola. Jamás sacudió nuestras murallas un huracán más fuerte. Si ha braveado tanto sobre el mar, ¿qué cuadernas de roble han podido quedar en sus muescas, cuando las montañas de agua disolvíanse encima? ¿Qué resultará de todo esto para nosotros?

CABALLERO SEGUNDO.- La dispersión de la flota turca, pues no tenéis más que acercaros a la espumosa orilla para ver cómo las olas irritadas semejan lanzarse a las nubes: cómo la ola sacudida por los vientos, con su alta y monstruosa cabellera, parece arrojar agua sobre la constelación de la ardiente Osa y querer extinguir las guardas del Polo, siempre fijo. No he presenciado jamás semejante perturbación en el oleaje colérico.

MONTANO.- Si los de la flota turca no se han guarecido y ensenado, han debido de ahogarse. Es imposible que hayan podido resistir.

Entra un tercer CABALLERO

CABALLERO TERCERO.- ¡Noticias, muchachos! ¡Nuestras guerras se han acabado! ¡Esta tempestad desencadenada zurró tan bien a los turcos, que renuncian a sus proyectos! Una gallarda nave de Venecia ha sido testigo del terrible naufragio y desastre de la mayor parte de su flota.

MONTANO.- ¿Cómo? ¿Es verdad?

CABALLERO TERCERO.- La nave está aquí en el puerto, una veronesa. Miguel Cassio, teniente del bizarro moro Otelo, acaba de desembarcar. El moro mismo está sobre el mar y viene con poderes amplios a Chipre.

MONTANO.- Me alegro mucho. Es un digno gobernador.

CABALLERO TERCERO.- Pero este mismo Cassio -aunque da noticias consoladoras relativas a las pérdidas de los turcos- tiene, sin embargo, el aire triste, y ruega a Dios por que el moro se halle sano y salvo, pues han sido separados por la horrible y violenta tempestad.

MONTANO.- Quieran los cielos que esté salvo, pues he servido bajo sus órdenes y el hombre manda como un soldado perfecto. ¡Hola!… Vamos a la ribera del mar, tanto para ver el navío que acaba de venir como para escudriñar con nuestros ojos la llegada del brazo Otelo, y hagamos centinela hasta que, a fuerza de mirar, el mar y el azul del cielo se confundan a nuestra vista.

CABALLERO TERCERO.- Vamos, hágase así, pues a cada minuto deben esperarse nuevos arribos.

Entra CASSIO

CASSIO.- Os doy las gracias, valeroso guerrero de esta isla belicosa, que habláis en esos términos del

moro. ¡Oh, que los cielos le defiendan contra los elementos, pues le he perdido en una mar peligrosa!

MONTANO.- ¿Va bien equipado?

CASSIO.- Su barco está sólidamente construido, y su piloto es de una reputación muy experta y reconocida: así, mis esperanzas, no perdidas hasta la muerte, mantiénense en la confianza de una atrevida cura. VOZ.-(Dentro.) ¡Una vela, una vela, una vela!

Entra un cuarto CABALLERO

CASSIO.- ¿Qué ruido es ése?

CABALLERO CUARTO.- La ciudad está vacía. Sobre el borde del mar se estacionan hileras de gentes, que gritan: «¡Una vela!»

CASSIO.- Mis esperanzas se figuran que es el gobernador. (Óyense disparos de cañón.)

CABALLERO SEGUNDO.- Hacen salvas de cortesía. En todo caso, amigos nuestros.

CASSIO.- Por favor, señor, id a ver, y venid a informarnos de quién es el que llegado.

CABALLERO SEGUNDO.- Voy allá. (Sale.)

MONTANO.- Pero, buen teniente, ¿se ha casado vuestro general?

CASSIO.- De la manera más feliz. Ha hecho la conquista de una doncella que puede luchar con toda descripción y sobrepuja a toda fama; de una joven que excede los conceptos de las plumas brillantes y que por las galas esenciales de su naturaleza, fatiga la imaginación del artista. -¡Hola! ¿Quién ha entrado en el puerto?

Vuelve a entrar el CABALLERO SEGUNDO

CABALLERO SEGUNDO.- Es un tal Iago, alférez del general.

CASSIO.- Ha hecho la más favorable y rápida travesía. Las tempestades mismas, las mares gruesas, los vientos mugidores, las rocas estriadas y las congregadas arenas, traidores apostados para sorprender las inocentes quillas, como por sentimiento de la belleza, han renunciado a su natural mortífero, para dejar ir con toda seguridad a la divina Desdémona.

MONTANO.- ¿De quién se trata?

CASSIO.- De la que os hablaba, de la capitana de nuestro gran capitán, remitida a la conducción del audaz Iago, cuya llegada aquí avanza con una rapidez de siete días nuestras suposiciones. ¡Gran Júpiter, protege a Otelo e hincha su velamen con tu propio y poderoso aliento, a fin de que honre esta playa con su gallarda nave, que sienta en los brazos de Desdémona las ardientes palpitaciones del amor, que infunda renovado fuego en nuestro extinguido coraje, y traiga consuelo a toda Chipre!…

Entran DESDÉMONA, EMILIA, IAGO, RODRIGO y personas del acompañamiento

CASSIO.- ¡Oh, mirad! ¡Los tesoros de la nave llegan de la ribera! ¡Vosotros, hombres de Chipre, permitid que ella os tenga de rodillas! ¡Salve a ti, dama, y que la gracia del cielo te circuya alrededor y te rodee por todas partes!

DESDÉMONA.- Os lo agradezco, valeroso Cassio. ¿Qué noticias podéis darme de mi señor?

CASSIO.- Todavía no ha llegado; ni sé otra cosa sino que se encuentra bien y estará aquí dentro de poco.

DESDÉMONA.- ¡Oh, temo, no obstante!… ¿Cómo perdió vuestra compañía?

CASSIO.- La gran contienda entre el mar y los cielos nos separó… Pero ¡escuchad! ¡Una vela!

VOCES.