-¡Ángel mío -díjole el su querida amiga -, de ese hombre no sacará usted nada! Es ridículamente desconfiado, es un roñica, un bestia, un memo que sólo le dará disgustos.

Cosas tales pasaron entre Goriot y madame de l'Ambermesnil, que la condesa no quiso ni siquiera volver a verlo. Al otro día se fue de allí, olvidándose de pagar seis meses de pensión y dejando unos andrajos que valdrían cinco francos. Por más empeño que madame Vauquer pusiera en sus pesquisas, no pudo obtener en París ningún dato sobre la condesa de l'Ambermesnil. Con frecuencia sacaba a relucir aquel deplorable episodio, quejándose de su excesiva confianza, con todo y ser ella más desconfiada que una gata; sólo que se parecía a muchas personas que desconfían de sus allegados y se entregan al primero que llega. Fenómeno moral extraño pero verdadero, cuya raíz es fácil de hallar en el corazón humano. Puede que ciertas personas no tengan ya nada que ganar con aquellas en cuyo seno viven; luego de haberles mostrado el vacío de su alma, siéntense juzgadas en secreto por ellas con severidad merecida; pero como experimentan una necesidad invencible de aquellas lisonjas que les faltan o se las come el ansia de aparentar que tienen aquellas buenas cualidades que no tienen, esperan sorprender la estimación o el corazón de quienes les son extraños, con riesgo de perderlo también un día. Finalmente, hay individuos que nacieron mercenarios y no les hacen ningún favor a sus amigos o allegados, y, en cambio, haciéndoselo a desconocidos, sacan de ello un lucro de amor propio; cuanto más cerca de ellos el círculo de sus afectos, tanto menos aman; cuanto más se extiende, más serviciales son. Madame Vauquer tenía, sin duda, algo de ambas naturalezas, esencialmente mezquinas, falsas, execrables.

-Si yo hubiese estado aquí - decíale entonces Vautrin -, no le habría ocurrido a usted tal contratiempo. Yo le habría quitado lindamente la careta a esa farsante. ¡Yo conozco sus martingalas!

Como todos los espíritus estrechos, tenía madame Vauquer la costumbre de no salir del círculo de los acontecimientos ni juzgar sus causas. Gustaba de echarles a los demás la culpa de sus yerros. Al producirse aquella pérdida, consideró al honrado ex comerciante como el origen de su infortunio y empezó, según ella decía, a pasársele la borrachera por él. Luego que hubo reconocido la inutilidad de sus zalamerías y sus gastos de representación, no tardó en adivinar la causa. Notó entonces que su huésped tenía ya, según ella decía, sus mañas. Finalmente, adquirió la prueba de que sus ilusiones, tan tiernamente acariciadas, descansaban sobre una base quimérica y que jamás sacaría nada de aquel hombre, según la enérgica expresión de la condesa, que por lo visto entendía de esas cosas. Y fue todavía más allá en su aversión que lo fuera en su amistad. No guardó su odio relación con su amor, sino con sus esperanzas burladas. Si el corazón humano halla reposo subiendo las alturas del afecto, rara vez se detiene en la rápida pendiente de los sentimientos de rencor. Pero monsieur Goriot era su huésped y la viuda no tuvo más remedio que reprimir los estallidos de su herido amor propio, enterrar los suspiros que el desengaño le arrancara y tragarse sus deseos de venganza, igual que un fraile vejado por el prior. Los espíritus pequeños satisfacen sus sentimientos, buenos o malos, con pequeñeces incesantes. Empleó la viuda su malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima. Empezó por suprimir las superfluidades introducidas en su pensión. "Se acabaron los pepinillos y las anchoas. ¡Son embusterías!", díjole a Silvia la mañana que se reintegró en su antiguo programa. Monsieur Goriot era un hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a esos individuos que se labran su capital a pulso había degenerado en costumbre. La sopa, el cocido, un plato de legumbres debían de ser siempre su yantar predilecto. Así que le fue muy difícil a madame Vauquer atormentar a su huésped, cuyos gustos no podía mortificar en modo alguno. Desesperada al encontrarse con un hombre inatacable, dedicóse a desacreditarlo e hizo que sus otros huéspedes compartiesen su antipatía a Goriot y por divertirse secundaron aquéllos sus venganzas.