Su talante, sus modales, su actitud habitual, denotaban al hijo de una noble familia cuya primera educación redujérase a las tradiciones del buen gusto. Si cuidaba su ropa, si los días corrientes acababa de gastar los trajes del año anterior, podía, no obstante, salir a veces a la calle tan bien puesto como un pollo elegante. Por lo general, gastaba una vieja levita, un mal chaleco, la pésima corbata negra, floja, mal anudada, del estudiante; unos pantalones en consonancia y botas a las que ya había habido que echarles medias suelas.

Entre esos dos personajes y los demás, Vautrin, el cuarentón, con sus patillas teñidas, servía de transición. Era uno de esos individuos de Ios que la gente dice: "¡Vaya tlo!" Era ancho de espalda, con el busto bien desarrollado, músculos prominentes, manos gruesas, cuadradas y muy marcadas en las falanges por matas de tupido vello y de un rojo encendido. Su cara, rayada por arrugas prematuras, mostraba indicios de dureza que desmentían sus gestos flexibles y afables. Su voz de bajo, en armonía con su burda jovialidad, no resultaba antipática. Era servicial y risueño. Cuando se estropeaba alguna cerradura, ya estaba él desmontándola, arreglándola, dándole aceite, limándola y volviéndola a montar, diciendo: "¡Esto lo conozco!" Por lo demás!, conocíalo él todo: los barcos, la mar, Francia, el extranjero, los negocios, los hombres, los sucesos, las leyes; los hoteles y las cárceles. Si alguien se quejaba en demasía, ya estaba él ofreciéndole sus buenos servicios. Más de una vez prestárales dinero a madame Vauquer y a varios huéspedes; pero antes habrían preferido sus favorecidos la muerte que dejarle de devolver el préstamo, que hasta ahí llegaba el temor que, pese a su aire bonachón, inspiraba por cierto modo de mirar, profundo y decidido. Por el modo como lanzaba un chorro de saliva anunciaba ya una sangre fría imperturbable que no le haría, retroceder ante un crimen con tal de salir de un mal paso. Como los de un juez severo, parecían sus ojos ir derechos al fondo de todas las cuestiones, de todas las conciencias, de todos los sentimientos. Consistían sus costumbres en echarse a la calle después del desayuno, volver a la hora de la comida y echarse otra vez a la calle para no regresar ya sino de madrugada con ayuda de un llavin que madame Vauquer le confiara. Era el único en la casa que gozaba de tal privilegio. Pero también era el que mejor se llevaba con la viuda, a la que llamaba mamá cogiéndola por la Cintura, ¡mimo mal comprendido! La buena mujer creía aún la cosa fácil, siendo así. que sólo Vautrin tenía los brazos demasiado largos para estrechar aquella pesada circunferencia. Un rasgo de su carácter era el de abonar generosamente quince francos al mes por la gloria (Café con aguardiente o ron) que tomaba encima de los postres. Individuos menos superficiales que aquellos jóvenes arrastrados por los torbellinos de la vida parisiense o aquellos viejos indiferentes para cuanto no les afectaba de un modo directo, no se habrían contentado con la ambigua impresión que Vautrin les causaba. Sabía o adivinaba éste los asuntos de quiénes le rodeaban, en tanto que nadie podía calar en el secreto de sus pensamientos y ocupaciones. No obstante haber interpuesto su aparente campechanía, su constante agrado y su buen humor cual una barrera entre los demás y él, más de una vez dejaba traslucir la pavorosa profundidad de su carácter. A menudo una salida digna de Juvenal y con la que parecía complacerse en escarnecer las leyes, fustigar a la alta sociedad y convencerla de inconsecuencia consigo misma, dejaba suponer que le guardaba rencor al estado social y que en el fondo de su vida había un misterio cuidadosamente sepultado.

Atraída, puede que sin darse cuenta, por la energía del uno o la guapura del otro, mademoiselle Taillefer repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre el cuarentón y el joven estudiante; pero ninguno de los dos parecía pensar en ella, por más que cualquier día pudiera la casualidad cambiar su situación y convertirla en un buen partido. Por lo demás, ninguna de aquellas personas se tomaba el trabajo de comprobar si las desventuras alegadas por una de ellas eran falsas o verdaderas. Todas se inspiraban mutuamente una indiferencia entreverada de desconfianza, hija de sus posiciones respectivas. Sabíanse impotentes para aliviarse sus penas, y todas; al contárselas, habían apurado ya el cáliz de sus condolencias. Semejantes a los matrimonios viejos, no tenían ya nada que decirse. Sólo subsistían entre ellas las relaciones de una vida mecánica, el funcionamiento de engranajes faltos de grasa. Todas habían de seguir por su camino en la calle ante un ciego, escuchar sin emoción el relato de un infortunio y ver en una muerte la solución de un problema e miseria que las dejaba frías ante la agonía más terrible. La más feliz de aquellas almas desoladas era madame Vauquer, que reinaba en aquel libre asilo.