Sólo para ella era un risueño bosquecillo aquel jardincito que el silencio, el frío, la sequedad y la humedad hacían amplio como una estepa. Sólo para ella tenía delicias aquella casa amarillenta y triste que olía al cardenillo del mostrador. Aquellas jaulas le pertenecían. Alimentaba a aquellos galeotes condenados a cadena perpetua, ejerciendo sobre ellos una autoridad respetada. ¿Donde, en un París, habrían encontrado aquellos pobres seres y por aquel precio alimentos sanos, suficientes, y un cuarto que eran dueños de hacer, si no elegante o cómodo, por lo menos primoroso y salubre? Se habría permitido una injusticia que clamase al cielo y la víctima habríala soportado sin quejarse.
Una reunión así tenía que presentar, y presentaba en pequeño, los elementos de una sociedad cumplida. Entre los dieciocho comensales había, como en los colegios, como en el mundo, una pobre criatura a la que todos daban de lado, un hazmerreír sobre el que llovían las bromas. A principios del segundo año aquel tipo convirtióse para Eugenio de Rastignac en la figura más saliente de todas aquellas entre las cuales estaba condenado a vivir todavía dos años más. Aquel Juan Lanas era el fabricante de fideos, Papá Goriot, sobre cuya cabeza habría vertido un pintor, lo mismo que el historiador, toda la luz del cuadro. ¿A qué casualidad se debería que aquel desprecio semirrencoroso, aquella persecución entreverada de piedad, aquella falta de respeto a la desgracia, hubiesen recaído sobre el huésped más antiguo de la pensión? ¿Habría dado pie para ello con algunas de esas ridiculeces o esas rarezas que se perdonan menos que vicios? Tales interrogaciones guardan relación muy estrecha con muchas injusticias sociales. Puede que esté en la humana naturaleza eso de hacérselo tragar todo a quien todo lo sufre por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿No gustamos todos de probar nuestra fuerza a costa de alguien o de algo? El ser más débil, el golfillo de la calle llama a todas las puertas cuando está helando o se empina para garrapatear su nombre en un monumento virgen.
Papá Goriot, un viejo de unos sesenta y nueve años, habíase retirado a vivir en la pensión de madame Vauquer en 1813, fecha en que dejara los negocios. Ocupó al principio las habitaciones usadas luego por madame Couture y abonaba mil doscientos francos de pensión, a fuer de hombre para el que cinco luíses más o menos eran una bagatela. Remozara madame Vauquer los tres cuartos de aquel departamento mediante una indemnización previa que pagó, según dicen, el valor de un pésimo moblaje, consistente en cortinas de indiana amarilla, sillones de madera barnizada, forrados de terciopelo de Utrecht, unas cuantas pinturas a la cola y un empapelado que no habrían querido en las tabernas del extrarradio. Puede que la despreocupada generosidad con que se dejara timar Papá Goriot, al que por aquel entonces todos llamaban respetuosamente monsieur Goriot, diera pie para que lo mirase como a un imbécil que no entendía jota de negocios. Presentóse allí Goriot provisto de un surtido guardarropa, ese magnífico ajuar del comerciante que al retirarse de los negocios no se desprende de nada. Admiró madame Vauquer dieciocho camisas de semiholanda, cuya finura resultaba tanto más notable cuanto que el ex fabricante de fideos lucía en su pechera dos imperdibles unidos por una cadenilla, cada uno con su correspondiente grueso brillante montado. Habitualmente vestido de un frac azul de aciano, poníase a diario un chaleco de piqué blanco, bajo el cual se bamboleaba su barriga piriforme y prominente, que hacía dar brincos a una pesada cadena de oro guarnecida de dijes. Su tabaquera, también de oro, contenía un medallón lleno de cabell9s que lo hacían culpable, en apariencia, de algunas conquistas. Como su patrona lo acusase de ser un tenorio, dejó vagar por sus labios esa alegre sonrisa del burgués al que halagan en su flaco. Sus armarios (vocablo que pronunciaba a la manera del pueblo bajo) llenáronse con la abundante plata de su casa. Encandiláronsele los ojos a la viuda en tanto le ayudaba amablemente a desempaquetar y colocar los cucharones, las cucharas para el Tagaut, los cubiertos, las aceiteras, las salseras, varios platos, los servicios para el almuerzo, de plata sobredorada; en fin, una porción de piezas más o menos lindas que pesaban cierto número de onzas y de las que no quería deshacerse. Aquellos regalos recordábanle las solemnidades de su vida doméstica. «Este -díjole a madame Vauquer, apretando un plato y una escudilla cuya tapa figuraba dos tortolillas dándose el pico - fue el primer regalo que me hizo mi mujer el día de nuestro aniversario. ¡Qué buena era la pobre!... En eso invirtió sus ahorrillos de soltera...Vea usted, madame: ¡antes preferiría yo escarbar la tierra con mis uñas que separarme de esto! A Dios gracias, podré tomar en esta escudilla mi café por las mañanas todo el tiempo que me quede de vida. No soy digno de lástima; tengo pan en el horno para mucho tiempo." Finalmente, madame Vauquer vio muy bien con sus ojos de urraca varios títulos de la Deuda que, sumados por encima, podían producirle a aquel excelente Goriot de ocho mil a diez mil francos de renta. Desde aquel día, madame Vauquer, De Conflans por su casa, que contaba a la sazón cuarenta y ocho años efectivos, aunque no confesara sino treinta y nueve, se hizo sus ilusiones. Por más que Goriot tuviese los lagrimales de sus ojos vueltos, tumefactos y colgantes, lo que le obligaba a secárselos con harta frecuencia, encontrólo de aspecto agradable y como es debido.
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