Además, sus pantorrillas carnosas, abultadas, pronosticaban, así como también su larga nariz cuadrada, cualidades morales a las que la viuda parecía conceder mucha importancia y que corroboraba la cara lunar y candorosamente ñoña del buen hombre. Debía de ser un animal de sólida armazón, capaz de gastar toda su inteligencia en sentimiento. Su pelo, partido en alas de pichón, que el barbero de la Escuela Politécnica iba a empolvarle todas las mañanas, dibujaba cinco puntas sobre su frente roma y decoraban bastante su rostro. Aunque un tanto palurdo, iba siempre tan de tiros largos, tomaba tan ricamente su rapé, lo husmaba como hombre tan seguro de tener siempre su tabaquera llena de macuba5 (5. Tabaco de la Martinica), que el día que monsieur Goriot instalóse en su casa acostóse madame Vauquer aquella noche asándose como una perdiz entre sus lonchas de tocino en el fuego del deseo que le entrara de dejar el sudario de Vauquer para renacer en Goriot. Casarse, vender su pensión, cogerse del brazo de aquella fina flor de burguesía, convertirse en una señora notable del barrio, postular para los menesterosos, hacer los domingos sus excursioncitas a Choisy, Soissy, Gentilly; ir al teatro cuando se le antojase, a palco, sin aguardar a los vales que le daban algunos de sus huéspedes en julio; es decir, que soñó con todo el Eldorado de los modestos hogares parisienses. Nunca confesárale a nadie que poseía cuarenta mil francos, juntados uno a uno. Seguramente considerábase un buen partido tocante a bienes de fortuna. "Cuanto a lo demás, no tengo nada que envidiarle al buen hombre", díjose, revolviéndose en la cama, como para probarse a sí misma que poseía encantos que la obesa Silvia encontraba todas las mañanas dibujados en bajorrelieve. A partir de aquel día, durante unos tres meses, madame Vauquer provechóse del peluquero de monsieur Goriot e hizo algunos gastos de toilette, disculpables por la necesidad de infundirle a su casa cierto decoro en armonía con las honorables personas que la frecuentaban. Ingenióse la mar para cambiar el personal de de sus huéspedes, declarando públicamente su pretensión de no admitir en adelante sino personas de lo más distinguido por dos conceptos. Cuando se presentaba allí algún extraño, ponderábale la preferencia que monsieur Goriot, uno de los más notables y respetables cornerciantes de París, le otorgara. Repartió prospectos cuyo encabezamiento rezaba: MAISON VAUQUER. "Era -decía ella- una de las más antiguas y acreditadas pensiones burguesas del barrio Latino. Tenía unas vistas de las más agradables sobre el valle de los Gobelins (se le divisaba desde el tercer piso) y un lindo jardín, a cuyo extremo se extendía una ALAMEDA de tilos." Mencionaba en esos prospectos los buenos aires y la soledad. Gracias a ellos acudió allí madame la condesa de l'Ambermesnil, mujer de treinta y seis años, que aguardaba el fin de la liquidación y el arreglo de una pensión que le debían en su calidad de viuda de un general muerto en el campo de batalla. Cuidó madame Vauquer su mesa, tuvo el fuego encendido en el salón durante cerca de seis meses y cumplió tan a conciencia las promesas de sus prospectos que puso en ello de lo suyo. Así que la condesa decía a madame Vauquer, llamándola querida amiga, que iba a llevarle a la baronesa de Vaumerland y a la viuda del coronel conde Picquoiseau, dos amigas suyas que estaban terminando en el Marais su compromiso en una pensión mucho más costosa que la Casa Vauquer. Dichas señoras se encontrarían, por lo demás, en situación muy desahogada cuando los negociados de guerra hubiesen terminado su trabajo. "Lo malo es -decía ella- que esos negociados de guerra no acaban nunca." Ambas viudas subían juntas después de la cena al cuarto de madame Vauquer y allí se entretenían de palique, bebiendo cassis y comiendo golosinas reservadas para la boca de la patrona. Madame de I'Amberinesnil aplaudió con calor los planes de la pupilera respecto a Goriot, planes excelentes que, por lo demás, adivinara desde el primer día, pues lo encontraba un hombre de una pieza.
-¡Ah, mi querida señora!, un hombre sano como mis ojos -decía la viuda -, un hombre perfectamente conservado y que aún puede dar gusto a una mujer.
Hízole generosamente la condesa observaciones a madame Vauquer sobre su atuendo, que no estaba en consonancia con sus pretensiones. "Tiene usted que ponerse en pie de guerra", díjole. Luego de echar muchas cuentas, fueron juntas las dos viudas al Palais-Royal, donde compraron, en las Galéries de Bois, un sombrero con plumas y un gorrito. Arrastró la condesa a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde eligieron un vestido y un chal. Luego que emplearon esas municiones y la viuda se puso sobre las armas, quedó esta que parecía enteramente la muestra del Buey a la Moda. Pero encontróse tan cambiada para mejor, que creyóse obligada a la condesa y, con ser poco dadivosa, le rogó que aceptase un sombrerillo de veinte francos. Cierto que pensaba pedirle el favor de que explorase el ánimo de Goriot y la hiciese valer a sus ojos. Prestóse madame de l'Ambermesnil muy amistosamente a aquel truco y puso cerco al ex fabricante de fideos, con el que logró celebrar una conferencia; pero luego de encontrarlo pudibundo, por no decir refractario a las intentonas que le sugiriera su deseo particular de seducirlo por su cuenta, separóse de él, asqueada de su grosería.
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