Adiós, Maude.

—Adiós, Robín, adiós.

Los fugitivos bajaron rápidamente la colina, atravesaron la villa sin detenerse y no disminuyeron su marcha hasta que se vieron bajo la sombra protectora del bosque de Sherwood.

IX

Hacia las diez de la noche, Gilbert, que esperaba con impaciencia el regreso de los viajeros, dejó al padre Eldred en el cuarto de Ritson y bajó junto a Margarita, que hacía las cosas de la casa; quería enterarse de si miss Mariana no se inquietaba por la larga ausencia de su hermano.

—Son las diez, Maggie, las diez, y esa joven no está en la casa.

—Se paseaba con Lance por el camino de enfrente.

—Habrá perdido la casa de vista y se habrá perdido. Tengo que encontrarla.

Guiado por el instinto o más bien por esa premonición que adquieren los guardabosques viviendo en su medio, Gilbert siguió exactamente el camino que había recorrido Mariana hasta el lugar en que se sentó. Llegado allí, el guardabosque creyó escuchar un sordo gemido junto a una avenida cercana hasta la que el follaje no permitía llegar los rayos de luna; escuchó atentamente y percibió los gemidos entremezclados con débiles gritos como los de un animal que sufre. La oscuridad era profunda, y Gilbert se dirigió a tientas hacia el lugar de donde partían los gemidos; a medida que se acercaba, los quejidos se hacían más claros, y pronto los pies del guarda tropezaron con una masa inerte tendida en el suelo; se inclinó, extendió el brazo, y su mano tocó los pelos de un animal por entre los que rezumaba un sudor frío. El animal, reanimado al contacto de esta mano, hizo un movimiento, y sus quejas se convirtieron en un débil ladrido de agradecimiento.

—¡Lance, mi pobre Lance! —exclamó Gilbert.

Lance intentó levantarse, pero fatigado por el esfuerzo volvió a caer gimiendo.

"Una espantosa desgracia le ha ocurrido a la muchacha —pensó Gilbert—, y Lance, queriendo defenderla, sucumbió en la lucha. ¡Vamos, vamos! —murmuraba el guarda acariciando con ternura al fiel animal—, ¡anda! mi pobre amigo, ¿dónde estás herido? ¿en el vientre? no. ¿En el lomo? ¿en las patas? No, no. ¡Ah! ¡en la cabeza! El bandido quiso partirte el cráneo… ¡No es nada! no nos moriremos. Mucha sangre has perdido, pero aún te queda… El corazón marcha, sí, noto cómo late, y no se bate en retirada".

Gilbert, como todos los campesinos, conocía las virtudes medicinales de ciertas plantas; así pues se apresuró a recoger algunas en los claros cercanos, donde la oscuridad luchaba con los primeros rayos de la luna, y, tras haberlas machacado con dos piedras, las colocó sobre la herida de Lance sujetándolas con ayuda de una compresa improvisada con un trozo de su zamarra de piel de cabra.

—Debo dejarte, pobre viejo, pero estáte tranquilo: volveré a buscarte.

Hablando así a su perro, como hablaría a un hombre, el viejo guardabosque lo tomó entre sus brazos y lo llevó a otro sitio más apropiado. Hecho esto, acarició a su animal por última vez y prosiguió su camino en busca de Mariana.

"¡Por san Pedro! —murmuraba Gilbert explorando con ojos de lince claros y montículos—, ¡por san Pedro! si el buen Dios cruza en mi camino al hijo de Satanás que ha dañado a mi pobre Lance, le voy a hacer bailar al son de mi daga como nunca bailó. ¡Bellaco! ¡bandido!".

Gilbert seguía el sendero por donde había huido Mariana tras la caída de Lance, y llegó al claro cerca del cual Pequeño Juan había salvado a la fugitiva. Se disponía a explorar los alrededores cuando una sombra, a la que los oblicuos rayos hacían gigantesca, se agitó en el suelo; primero creyó que era la de un gran árbol y no prestó atención; pero el instinto le dijo que esta sombra tenía algo de extraño; la observó más atentamente y pronto se dio cuenta de que sólo podía pertenecer a un ser vivo, a un hombre.

A veinte pasos del sitio donde se encontraba, Gilbert vio a un hombre de pie apoyado contra un árbol que le daba la espalda y movía los brazos en torno a la cabeza como si quisiese colocarse un turbante.

El guardabosque puso sin dudar su vigorosa mano sobre el que creía que era un «outlaw», y acaso también el asesino de miss Mariana.

—¿Quién eres? —preguntó al mismo tiempo con voz de trueno.

El hombre, medio soltándose, medio fatigado, vaciló y se dejó caer a lo largo del árbol hasta los pies de Gilbert.

—¿Encontraste esta tarde en el bosque a una joven vestida con un traje blanco?

Una terrible sonrisa deformó los labios del bandido.

—Comprendo, la has encontrado. Pero ¿qué veo? ¿Estás herido en la cabeza? Sí, esa herida la han hecho los dientes de un perro. ¡Miserable! ¡voy a comprobarlo!

Y Gilbert arrancó con rapidez la venda ensangrentada que recubría la herida; el hombre, desenmascarado, dejó ver un trozo de carne que caía sobre su cuello, y, loco de dolor, gritó sin imaginar que se estaba acusando:

—¿Cómo sabes que era un perro? ¡Estábamos solos!

—¿Y la joven? Habla miserable, habla o te mato.

Mientras Gilbert, con la mano en la empuñadura de su daga, esperaba una respuesta, el «outlaw» sacó disimuladamente su ballesta y le asestó un violento golpe en la cabeza. El anciano, aturdido por un instante, se rehízo pronto, se sentó firmemente sobre sus piernas y desenvainó. El proscrito recibió con el plano de su daga una serie de golpes tan furiosos en la espalda, los hombros, los brazos y los flancos, que cayó a tierra y quedó inmóvil, casi muerto.

—No sé por qué no te mato, ¡miserable! —gritaba el guardabosque— pero puesto que no quieres decir dónde está te abandono a tu suerte. Muere como una alimaña.

Y Gilbert se alejó para proseguir su búsqueda.

—¡Aún no estoy muerto, vil esclavo del látigo! —murmuró el proscrito incorporándose sobre un codo.

Y arrastrándose con manos y rodillas, fue a buscar reposo y abrigo en la espesura.

El anciano, cada vez más inquieto, seguía recorriendo el bosque, y empezaba a perder toda esperanza de encontrar a la muchacha, al menos viva, cuando, no lejos de donde se encontraba, oyó cantar una de esas alegres baladas que antaño compuso en honor de su hijo Robín.

El cantante invisible se dirigía hacia él por el mismo sendero; Gilbert escuchó, y su amor propio de poeta le hizo olvidar las inquietudes del momento.

—Así la roja figura del idiota de Will, al que apodan el Escarlata con tanta razón, se balancee colgada de la rama de un roble —murmuró Gilbert con mal humor—. Canta mi balada de una forma que nada tiene que ver con la letra. ¡Eh! maese Gamwell; ¡eh! William Gamwell, ¡no estropees así la música y la poesía! ¡Eh! ¿qué diablos haces a estas horas en el bosque?

Reconociendo al guardabosques Will gritó:

—¡Buenas noticias, amigo mío, buenas noticias! La joven está a salvo en el «hall»; miss Bárbara y miss Vinifred cuidan de ella; Pequeño Juan la encontró en el bosque justo en el momento en que un «outlaw» le iba a jugar una mala pasada. ¿Pero estáis solo, Gilbert? ¿y Robín? ¿dónde está mi querido Robín Hood?

—¡Tranquilízate, tranquilízate Will! Robín partió esta mañana hacia Nottingham; cuando dejé la casa no había regresado aún.

—Qué pálido estáis, Gilbert —dijo otro personaje que no era sino Pequeño Juan—. ¿Qué tenéis? ¿Estáis enfermo?

—No; estoy apenado: mi cuñado murió hoy, y me he enterado de que… pero dejémoslo, no hablemos de ello. ¡Dios sea alabado!, miss Mariana está a salvo. Es a ella a quien buscaba en el bosque; juzgad mi aprensión, sobre todo después de haber encontrado hace un instante al mejor de mis perros, al pobre Lance, medio muerto.

—Lance medio muerto, ese perro tan bueno, tan…

—Sí, Lance, un animal de los que ya quedan pocos, la raza se ha extinguido.

—¿Quién lo ha hecho? ¿Quién cometió ese crimen? ¡Decidme dónde está el bellaco que le parto las costillas!

—Estáte tranquilo, hijo mío, ya vengué al viejo Lance.

—No importa, también yo quiero vengarle, ¿dónde está el miserable que es tan cobarde como para matar a un perro? Le voy a tomar las medidas con mi bastón. ¿Un «outlaw», verdad?

—Sí, le dejé allá… por aquella parte… casi muerto, después de haberle tumbado a golpes de plano con mi daga.

A pocos pasos de su casa, Gilbert se detuvo para escuchar un ruido lúgubre que rompía el silencio, y exclamó estremecido:

—Es Lance; quizá su postrer grito de dolor.

—Valor, buen Gilbert, ya llegamos; la señora Margarita os espera en la puerta con una vela en las manos; ¡ánimo!

—Antes de regresar al «hall», podéis prestarme un gran servicio, hijos míos.

—Hablad, señor.

—Hay un muerto en mi casa, ayudadme a enterrarle.

—Estamos a vuestras órdenes, buen Gilbert —contestó William—; tenemos buenos brazos y no nos asustan los muertos, los vivos ni los fantasmas.

Al frente, el padre Eldred orando, tras él Pequeño Juan y Lincoln llevando el cadáver en unas parihuelas, a continuación Margarita y Gilbert, éste conteniendo sus lágrimas para no provocar las de Margarita, y Margarita llorando bajo su capucha en silencio. Finalmente Will Escarlata. Tal era el orden del entierro que a media noche se dirigía hacia los dos árboles a los pies de los cuales iba a ser sepultado el asesino de Anita.

Gilbert y su mujer permanecieron arrodillados todo el tiempo que los fuertes brazos de Lincoln y de Pequeño Juan tardaron en cavar la fosa.

Caían las últimas paladas de tierra sobre el cadáver cuando, por tercera vez, los ladridos del perro resonaron en el bosque.

—¡Lance, mi pobre Lance, Lance, ahora vamos contigo! —exclamó el guardabosque—. No regresaré sin haberte auxiliado.

X

Tal y como había explicado Maude, el fogoso barón, seguido de seis hombres armados, había llegado al calabozo de Allan Clare.

¡El prisionero no estaba!

—¡Ah! —dijo riéndose como un tigre si los tigres pudieran reír- ¡mis órdenes se obedecen de forma admirable; estoy encantado! ¿Para qué sirven mis carceleros y mi torreón? ¡Por santa Griselda! desde ahora usaré de mis derechos de justicia sin ellos, y encerraré a mis prisioneros en la pajarera de mi hija… ¿dónde está Egbert Lanne, el carcelero?

Egbert, más muerto que vivo, guardaba silencio.

—¿Me vas a explicar por qué vil interés te has prestado a ayudar a la fuga de este criminal? Te lo pregunto sin cólera, contéstame sin temor. Soy bueno y justo, y si confiesas tu falta, quizá te perdone…

El barón fingía mansedumbre inútilmente; demasiada experiencia tenía Egbert como para creer en su sinceridad, y, más muerto que vivo, no contestó.

—¡Ah estúpidos esclavos! —gritó repentinamente Fitz-Alwine—. ¡Apostaría a que a ninguno de vosotros se le ha ocurrido advertir al portero del castillo de lo que ocurría! Rápido, que uno de vosotros vaya y ordene a Hubert Lindsay de mi parte que suba el puente levadizo y cierre todas las puertas.

Un soldado partió inmediatamente a la carrera, pero se extravió por los oscuros pasadizos de la prisión, y cayó de cabeza por la escalera de un subterráneo. La caída fue mortal; nadie se dio cuenta y los fugitivos salieron del castillo gracias a esta ignorada catástrofe.

—Milord —dijo uno de los soldados—, cuando nos dirigíamos hacia aquí creí ver los reflejos de una antorcha al final de la galería que conduce a la capilla.

—¡Y me lo dices ahora! —gritó el barón—.