¡Bravo, Pequeño Juan!, ya nos contarás como actuaste para no asustar a esta joven al acercarte a ella en plena noche y en medio del bosque, y cómo le inspiraste confianza para que se decidiera a seguirte sin conocerte y nos hiciera el honor de venir a acogerse bajo nuestro techo. Noble y hermosa señorita, parecéis apenada y cansada. ¡Bien! Sentaos aquí, entre mi esposa y yo; un poco de vino generoso os devolverá vuestras fuerzas; mis hijas os conducirán inmediatamente a un buen lecho.

Esperaron a que Mariana se retirase a su alcoba para pedir a Pequeño Juan un relato detallado de sus aventuras de la noche, y Pequeño Juan terminó su narración anunciando que iba a ponerse en camino hacia la casa de Gilbert Head.

—¡Pues bien! —exclamó William, el más joven de los seis Gamwell—, ya que esta dama es amiga del buen Gilbert y de Robín, mi compañero, quieroir contigo primo Pequeño Juan.

Pequeño Juan y Will dejaron inmediatamente la mesa y tomaron el camino del bosque.

VIII

Habíamos dejado a Robín en la capilla; permanecía escondido tras una columna y se preguntaba por qué feliz concurso de circunstancias afortunadas había podido Allan recobrar su libertad.

"Es Maude, la gentil Maude, sin duda alguna, la que ha hecho esta jugada al barón —pensaba Robín—, ¡y a fe mía! si continúa abriéndonos así todas las puertas del castillo le prometo un millón de besos".

—Una vez más, querida Christabel —decía Allan llevando a sus labios las manos de la joven—, he tenido la dicha, tras dos años de separación, de olvidar junto a vos todo lo que he sufrido.

—Allan, el cielo es testigo de que si en mi mano estuviese el hacer vuestra felicidad, seríais dichoso.

—¡Algún día lo seré! —exclamó Allan con arrebato—. Dios consentirá lo que queréis.

—Querida Christabel —continuó Allan—, ¿cómo pudisteis descubrir el calabozo en el que estaba encerrado? ¿quién me abrió la puerta? ¿quién me consiguió este hábito de monje? No pude descubrir a mi salvador en la oscuridad. Únicamente me dijeron en voz baja: "Id a la capilla".

—Sólo hay una persona en el castillo en la que pueda confiar: una joven tan buena como ingeniosa, Maude, mi camarera. Es a ella a la que debemos vuestra evasión.

"Estaba seguro", murmuró Robín.

—Cuando mi padre, después de habernos separado tan violentamente, os arrojó a un calabozo, Maude, sufriendo al ver mi desesperación, me dijo: "Consolaos, milady, pronto volveréis a ver al señor Allan". Y ha mantenido su palabra, pues me advirtió hace unos instantes que podía esperaros aquí. Parece que el carcelero encargado de vigilaros no ha sido insensible a los mimos de Maude; le llevó de beber, le cantó canciones, y tanto le aturdió con vino y miradas que el pobre se durmió como un lirón; entonces le quitó las llaves. Por un providencial azar se encontraba en el castillo su confesor, y el santo barón no dudó en despojarse de su hábito en vuestro favor.

—¿Ese monje no se llama hermano Tuck?

—Sí, amigo mío. ¿Le conocéis?

—Un poco —respondió sonriendo el joven, y añadió apresuradamente—: Mariana nos espera en casa de un honrado guardabosque de Sherwood; ha dejado Huntingdon para vivir con nosotros, pues yo esperaba que vuestro padre me concediera vuestra mano; pero ya que, no contento con denegármela, atenta contra mi libertad, para atentar sin duda contra mi vida después, sólo nos queda una oportunidad para ser felices: la huida…

—¡Oh! ¡No, Allan! ¡Nunca abandonaré a mi padre!

—Su cólera caerá sobre vos lo mismo que ha caído sobre mí. Mariana, vos y yo, seríamos felices aislados del mundo; en cualquier parte en que queráis vivir, en el bosque, en la ciudad, en cualquier parte, Christabel. ¡Oh! ¡Ven, ven, no puedo salir de este infierno sin ti!

Christabel, aturdida, lloraba con la cara entre sus manos y pronunciando esta sola palabra: "¡No! ¡No!".

Mientras que el joven «gentleman» y Christabel, estrechados uno contra el otro, se confiaban sus dolores y sus esperanzas, Robín, ante el cual se desarrollaba por primera vez una escena de verdadero amor, se sentía transportado a un mundo nuevo.

La puerta por la que los prisioneros habían entrado en la capilla se abrió suavemente y Maude, llevando una antorcha en la mano, apareció seguida del hermano Tuck, que venía sin su sotana.

—¡Oh, mi querida señora! —gritó Maude con lágrimas en los ojos—. ¡Todo está perdido! ¡Vamos a morir! ¡Es una matanza general!

—¿Qué dices, Maude? —exclamó Christabel espantada.

—Digo que vamos a morir: el barón entra por todas partes a sangre y fuego; no perdona a nadie, ni a vos ni a mí. ¡Ay! Morir tan joven es horrible. ¡No, no, mil veces no, milady, no quiero morir!

—Juegas cruelmente con mi temor, Maude —añadió Christabel—; dime qué es lo que debemos temer, te lo suplico, te lo ordeno.

La joven doncella, intimidada, enrojeció y dijo finalmente acercándose a su señora:

—Esto es lo que pasa, milady. Sabéis que hice tragar a Egbert, el carcelero, más vino de lo que su cabeza podía soportar; se durmió. Durante su sueño, profundo por la embriaguez, Egbert fue llamado por milord; milord quería ver a vuestro… al señor Allan; el pobre carcelero, aún bajo la influencia del vino que le había dado yo, olvidando el respeto que debe a Su Señoría, se presentó ante él con los brazos en jarras y le preguntó en tono poco respetuoso por qué osaba molestarle, a él, un buen honrado muchacho, durante su sueño. El señor barón quedó tan sorprendido al escuchar tan extraña pregunta que se quedó algunos instantes mirando a Egbert sin dignarse a responderle. Envalentonado por este silencio el carcelero se acercó al señor barón y, apoyándose sobre su hombro, le dijo en tono jovial: "Dime, viejo despojo de Palestina, cómo va tu salud? Espero que la gota te dejará dormir tranquilo esta noche…". Ya sabéis, milady, que Su Señoría no estaba de muy buen humor, juzgad pues su cólera tras las palabras y los gestos de Egbert… ¡Ay! si hubieseis visto al señor barón, temblaríais como yo, temeríais una sangrienta catástrofe; monseñor echaba espuma de rabia, rugía más que un león herido, destrozaba la sala a patadas y buscando algo para destrozar con sus manos; de pronto se apoderó del manojo de llaves colgado del cinturón de Egbert y buscó entre todas la llave del calabozo de vuestro… del señor caballero. La llave no estaba. "¿Qué has hecho?", preguntó el barón con voz de trueno, Egbert, despejado instantáneamente, palideció de espanto. El señor barón ya no tenía fuerzas para gritar, pero el temblor convulsivo que agitaba todo su cuerpo indicaba que iba a vengarse. Llamó a una patrulla de soldados y se dirigió al calabozo del señor anunciando que si el prisionero no estaba ahorcaría a Egbert… Señor —añadió Maude volviéndose hacia Allan—, es preciso huir lo más rápidamente posible antes de que mi padre, alertado, cierre las puertas del castillo y baje el puente levadizo.

—¡Partid, querido Allan! —gritó Christabel—. Nos separaríamos para siempre si mi padre nos encontrara juntos.

—¡Pero!… ¿y tú, Christabel, y tú? —dijo Allan en el colmo de la desesperación.

—Yo me quedo… calmaré la furia de mi padre.

—¿Pero estáis segura, Maude, de que vuestro padre nos dejará salir del castillo? —preguntó el hermano Tuck.

—Sí, sobre todo si no se ha enterado aún de los acontecimientos de la tarde. Vamos, no hay tiempo que perder.

—Pero entramos tres en el castillo —dijo el monje.

—Es verdad —añadió Allan—. ¿Qué ha pasado con Robín?

—¡Presente! —exclamó el joven saliendo de su escondrijo.

Christabel dejó escapar un ligero grito por el susto, y Maude acogió a Robín con un apresuramiento tan gracioso que el monje frunció las cejas.

Repentinamente se oyó un ruido de pasos en el corredor que conducía a la capilla.

—¡Que Dios se apiade de nosotros! —dijo Maude—. Aquí está el barón; en nombre del cielo, ¡marchaos!

Despojándose con rapidez de su hábito, Allan se lo dio al monje y se fue hacia Christabel para darle el último adiós.

—¡Por aquí, caballero! —gritó Maude imperiosamente abriendo una de las puertas de salida.

Allan depositó en los labios de Christabel el más ardiente de los besos, y acudió a la llamada de Maude.

—Mientras que huimos, milady, poneos a rezar y haceos la ignorante de forma que el barón no dude de que no conocéis la causa de su cólera.

Apenas se cerró la puerta tras los fugitivos, el barón, al frente de sus hombres armados, irrumpía en la capilla.

Más tarde volveremos con él; acompañemos ahora a nuestros tres amigos, que llevan a la gentil Maude como ángel guardián.

El pequeño grupo recorría una larga y estrecha galería. A su frente iba Maude con una antorcha, detrás Robín junto al hermano Tuck; Allan iba el último.

Llegaron a un cruce de corredores.

—A la derecha —dijo Maude; veinte pasos más allá se encontraron con la portería.

La joven llamó a su padre.

—¡Cómo! —exclamó el viejo Lindsay, que felizmente ignoraba aún todo lo ocurrido—. ¡Ya nos abandonáis! ¡Y siendo aún de noche! Esperaba beber con vos antes de irme a dormir, hermano Tuck, ¿de verdad tenéis que partir ya?

—Sí, hijo mío —contestó Tuck.

—Entonces, adiós, alegre Gilles; y también vosotros, buenos «gentlemen», ¡hasta la vista!

El puente levadizo bajó, Allan salió del castillo el primero, el monje le siguió tras haber hablado con la joven, la cual no le permitió en esta ocasión darle lo que él llamaba su bendición: un beso, pues aprovechó un momento de distracción del monje para poner sus ardientes labios en la mano de Robín.

Haciendo estremecerse al joven con todo su ser, el beso la afligió profundamente.

—Nos volveremos a ver pronto, ¿verdad? —dijo Maude en voz baja.

—Así lo espero —contestó Robín—, y mientras esperas mi regreso hazme la merced de coger mi arco y mis flechas de la habitación del barón; se lo entregarás a quien venga de mi parte.

—Venid vos mismo.

—¡Sí! Volveré yo.